miércoles, 17 de abril de 2024

  Las revoluciones solo son posibles cuando han operado previamente cambios en las mentalidades. Por eso, cuando vuelve a cambiar la manera de pensar, los derechos se revierten. A mediados del siglo XIX comenzaron las protestas a favor de la jornada laboral de diez horas. La jornada diaria en Estados Unidos era de dieciocho horas. El argumento de empresarios y economistas, que ya andaban de la mano, fue, casi sin salvedad, afirmar que esas regulaciones incrementarían el coste de la mano de obra y generarían desempleo encubierto (la gente trabajaría más horas aunque no lo dijera). La queja política de los empresarios fue más contundente: regular el horario laboral era condenar a la industria a la ruina. Un argumento que se lleva repitiendo doscientos años. Invariablemente. Y que siempre ha resultado falso. Luego vino la jornada de ocho horas: ocho para trabajar, ocho para dormir, ocho para vivir. Doscientos años escuchando las mismas exigencias de los trabajadores y las mismas resistencias de los empresarios.

    Marx, que vio esos movimientos mientras estaban pasando, entendió que había una contradicción entre los intereses de unos y de otros. Cuando ese enfrentamiento cobraba vida lo llamó «lucha de clases». Y como siempre habían existido en la historia los que trabajaban y los que se beneficiaban del trabajo de otros, y como entre ambos siempre había, tarde o temprano, fricciones irresolubles, dijo que la lucha de clases era el motor de la historia. Lo resumiría, ya muerto Marx, su albacea Engels, en una carta a Bloch en 1890: «Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda». Marx pudo ver muchas cosas que estaban pasando en ese instante. Es imposible entender el momento actual de la política sin dialogar con Marx. Liberados de las vulgatas soviéticas y de los maximalismos de las sectas. Ludovico Silva afirmó que «si los loros fueran marxistas, serían marxistas ortodoxos». Por fortuna, podemos escoger no ser loros. Ni Marx ni menos.

Juan Carlos Monedero

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