sábado, 20 de abril de 2024

  Para promover la ética del trabajo se recitaron innumerables sermones desde los púlpitos de las iglesias, se escribieron decenas de relatos moralizantes y se multiplicaron las escuelas dominicales, destinadas a llenar las mentes jóvenes con reglas y valores adecuados; pero, en la práctica, todo se redujo —como Bentham pudo revelar con su característico estilo directo y su notable claridad de pensamiento— a la radical eliminación de opciones para la mano de obra en actividad y con posibilidades de integrarse al nuevo régimen. El principio de negar cualquier forma de asistencia fuera de los asilos era una de las manifestaciones de la tendencia a instaurar una situación «sin elección». La otra manifestación de la misma estrategia era empujar a los trabajadores a una existencia precaria, manteniendo los salarios en un nivel tan bajo que apenas alcanzara para su supervivencia hasta el amanecer de un nuevo día de duro trabajo. De ese modo, el trabajo del día siguiente iba a ser una nueva necesidad; siempre una situación «sin elección».

    En ambos casos, sin embargo, se corría un riesgo. En última instancia —gustara o no— se apelaba a las facultades racionales de los trabajadores, aunque fuera en una forma sumamente degradada; para ser eficaces, ambos métodos necesitaban que sus víctimas fueran capaces de pensar y calcular. Pero ese pensar podía convertirse en un arma de doble filo; más bien, en una grieta abierta en ese elevado muro, a través de la cual podían colarse factores problemáticos, impredecibles e incalculables (la pasión humana por una vida digna o la aspiración a decir lo que se piensa o se siente) y escapar así al forzado destierro. Había que adoptar medidas adicionales de seguridad, y ninguna ofrecía mayores garantías que la coerción física. Se podía confiar en los castigos, en la reducción de salarios o de raciones alimentarias por debajo del nivel de subsistencia y en una vigilancia ininterrumpida y ubicua, así como en penas inmediatas a la violación de cualquier regla, por trivial que fuera, para que la miseria de los pobres se acercara aun más a una situación sin elección.

    Esto hacía de la ética del trabajo una prédica sospechosa y engañosa. Contar con la integridad moral de los seres humanos manipulados por la nueva industria habría significado extender los límites de su libertad, la única tierra donde los individuos morales pueden crecer y concretar sus responsabilidades. Pero la ética del trabajo —al menos en su primera época— optó por reducir, o eliminar completamente, las posibilidades de elegir.

Zygmunt Bauman

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