viernes, 19 de abril de 2024

  Anna Ajmátova (1889-1966) fue, con la sola posible excepción de Osip Mandelstam, el/la poeta rusa más grande del siglo XX. Los hombres la amaron pero no la comprendieron. Todos lo admitían: Anna era más orgullosa y más inteligente que ellos. Detrás de su fragilidad aparente había una férrea voluntad. Fragilidad y voluntad le dieron alas a su maravillosa poesía, acaso condensada en un poema que funde en un solo reconocimiento terreno y eterno al escritor y al lector: «Nuestro tiempo en la tierra es pasajero. / La ronda prevista es restrictiva. / Pero el lector —el amigo constante del poeta / Es devoto y duradero.» Esta inmensa fe en la poesía fue la grandeza pero también la cadena de Anna Ajmátova. Resuelta a seguir su camino libre fuera de las restricciones de Zhdanov y el «realismo socialista», fue calumniada y perseguida por Stalin. El sagaz dictador vio en Ajmátova una fuerza doble, peligrosa, intolerable; ser mujer y ser poeta. Disputarle una parcela de gloria al poder: «Yo tomo de la derecha y de la izquierda… Y todo del silencio de la noche», escribió, advirtiendo, para que el tirano no se engañase, que el coro de la poesía siempre está «en la otra orilla del infierno». En 1935, su poesía es prohibida por el régimen, se le tilda de «puta» y «contrarrevolucionaria». Sus poemas sólo permanecen en la memoria de quienes los leyeron a tiempo. Pero la guerra le devuelve popularidad y honores: su voz resuena con los tonos más profundos de la tradición literaria rusa y de la resistencia de su pueblo. Es consagrada. Demasiado consagrada. Sus poemas y conferencias en defensa de la ciudad sitiada, Leningrado, le otorgan popularidad, ovaciones, premios. Pero ella sabe que «como un vampiro, el verdugo siempre encontrará una víctima, sin la cual no puede vivir». El verdugo espera en la sombra. Al terminar la guerra, Stalin se pregunta si esta mujer independiente y genial no merece, cuanto antes, perder la ilusión de que, por haber contribuido a la victoria, ha ganado su libertad. Ordena que se le despoje de libertad y gloria. Pierde su apartamento, sus ingresos como escritora. Vive en la miseria, el frío, el hambre. Subsiste gracias a la caridad de sus amigos. Y para acabar de una vez por todas con cualquier pretensión de que la libertad creativa no tiene un altísimo precio, su hijo es enviado a un campo de concentración. Liberado en 1956, el hijo y la madre ya no se reconocen. No tienen nada que decirse. El hijo traslada a la madre el rencor de su propio sufrimiento. «Mis contemporáneos y yo podemos contaros —dice Ajmátova en su gran Poema sin héroe— cómo vivimos en miedo inconsciente. Cómo criamos hijos para el verdugo, hijos para la prisión y la cámara de torturas…» Con razón dice que «rara vez visito a la memoria y cuando lo hago me siento siempre sorprendida». Es mejor pegar el oído a la hiedra y convencerse de que «algo pequeño ha decidido vivir». Cuando murió Ajmátova, la fila de dolientes afuera de la Casa del Escritor en Moscú se extendió a lo largo de varias cuadras. Éste es su testamento: «Ni siquiera hoy conocemos bien el mágico coro de poetas que son nuestros, ni siquiera hoy entendemos que la lengua rusa es joven y flexible, ni siquiera hoy sabemos que apenas hemos empezado a escribir poesía, que la amamos y creemos en ella…» Dicen que siempre caminó con paso firme y sereno. Dicen que jamás se dejó vencer por los intentos de humillarla.

Carlos Fuentes

No hay comentarios:

Publicar un comentario