¿Vacaciones “merecidas”?
Vivimos
en una época en la que incluso el descanso necesita justificarse. La
frase “me voy de merecidas vacaciones” suena inocente, pero revela una
visión profunda: el descanso se concibe como un premio que uno debe
ganarse, no como una necesidad inherente a la vida humana.
La
idea es simple y, a la vez, inquietante: solo quien ha rendido lo
suficiente tiene derecho a detenerse. Como si el cansancio fuera una
falta moral y el ocio, un privilegio reservado para los productivos. Es
una lógica heredada del culto moderno al desempeño, esa religión que
mide el valor de las personas en horas, métricas y resultados.
Pero
el descanso no es un trofeo por haber sido eficiente. Es tan esencial
como respirar, dormir o comer. Nadie presume: “Me daré un merecido
respiro” o “Hoy me gané el derecho a dormir”. Se asume. El cuerpo lo
requiere. La mente lo pide. El alma lo agradece.
¿Por qué, entonces, necesitamos excusas para desconectarnos?
Tal
vez porque nos han enseñado que parar es perder; que detenerse es
traicionar la narrativa del éxito; que no producir es una forma de valía
insuficiente. Y así, convertimos el descanso en lujo, en permiso, en
culpa.
Decir “merecidas
vacaciones” puede sonar a celebración, pero también perpetúa la idea de
que hay que probar constantemente que se es digno del propio bienestar.
Como si el descanso perteneciera al ámbito de lo extraordinario, y no de
lo natural.
El descanso no es recompensa. Es condición de posibilidad.
No sirve solo para volver “más productivos”, sino para volver más humanos: más presentes, más sensibles, más vivos.
Quizá
la verdadera madurez consiste en abandonar la noción del descanso como
premio y reconocerlo como lo que siempre ha sido: un derecho, una parte
imprescindible de la existencia, un espacio para recordar quiénes somos
cuando dejamos de hacer.
Porque, al final, no deberíamos necesitar merecer las vacaciones para detenernos.
A veces, simplemente es momento de respirar.
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