La palabra como arma: el caso Chikli-Mamdani y la criminalización del disensoEn
los campos de batalla modernos, las bombas son solo una parte del
conflicto. La otra —más sutil, pero no menos devastadora— es el
lenguaje. Lo que antes era propaganda, hoy se disfraza de “defensa
moral”, de “lucha contra el antisemitismo”, o de “seguridad nacional”.
En ese terreno simbólico se inscribe el ataque de Amichai Chikli,
ministro israelí para la Diáspora, contra Zohran Mamdani, legislador
estatal de Nueva York, a quien comparó con los autores del 11 de
septiembre y tildó de “seguidor de Hamás”.
La
acusación, falsa en los hechos, cumple una función precisa: asociar
toda crítica al gobierno israelí con el terrorismo. No se trata de un
error retórico, sino de una estrategia discursiva que ha sido
sistemáticamente usada para blindar al Estado de Israel de cualquier
escrutinio político. Al reducir la complejidad moral del conflicto a una
dicotomía —“con nosotros o con los terroristas”—, el discurso de Chikli
convierte la disidencia en amenaza existencial.
Zohran
Mamdani, hijo de inmigrantes ugandeses, musulmán y socialista, ha
denunciado la ocupación y el apartheid en Palestina. Su voz encarna una
nueva generación de políticos estadounidenses que rompen el consenso
tradicional de apoyo incondicional a Israel. No es extraño, por tanto,
que se le ataque no solo por lo que dice, sino por lo que representa: la
posibilidad de una izquierda estadounidense descolonizada, diversa y
sin miedo de hablar de Palestina.
La
comparación con el 11-S no es fortuita. Invocar ese trauma nacional
sirve para activar reflejos emocionales: miedo, rabia, patriotismo. Así,
el debate deja de ser político y se convierte en moral; el disidente se
vuelve monstruo. Es una táctica vieja: lo que el macartismo hizo con
los comunistas, hoy se hace con quienes defienden a Palestina. El método
es el mismo: la palabra “terrorista” sustituye al argumento, y el miedo
sustituye al pensamiento.
Este
tipo de lenguaje tiene consecuencias reales. En una sociedad saturada
de imágenes de violencia y propaganda, basta con una etiqueta para
destruir reputaciones, aislar movimientos o justificar censuras. Mamdani
no fue el primer blanco ni será el último: desde universidades hasta
medios de comunicación, los defensores de los derechos palestinos son
acusados de “antisemitismo” o “apología del terrorismo”. Lo irónico es
que esa manipulación del lenguaje banaliza el antisemitismo real —una
amenaza que sí existe— y lo convierte en un instrumento de poder.
Detrás
de todo esto se esconde una batalla más amplia: la disputa por quién
tiene derecho a nombrar la realidad. Si criticar a un gobierno equivale a
apoyar el terrorismo, entonces solo los poderosos podrán hablar. Pero
si el lenguaje se libera de ese chantaje moral, si se permite nombrar la
injusticia sin miedo a la difamación, entonces el discurso vuelve a ser
herramienta de emancipación.
La guerra empieza cuando se miente. La paz, cuando se vuelve a decir la verdad.
Y la verdad, en este caso, es clara: Zohran Mamdani no es terrorista; es un político que se atreve a pensar distinto.
Eso, en el mundo de los poderosos, ya es suficiente motivo para ser perseguido.
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