El nuevo rostro de la censura: el caso Kimmel y la libertad de expresión en EE.UU.
En
el pasado, los bufones de la corte eran los únicos que podían reírse
del rey sin ser decapitados. Hoy, en la llamada “cuna de la democracia
moderna”, hasta los comediantes están siendo castigados por cuestionar a
los nuevos monarcas del poder político y económico.
La
suspensión indefinida del programa de Jimmy Kimmel tras sus comentarios
sobre Charlie Kirk no es un hecho aislado, sino un síntoma de un
fenómeno más profundo: el estrechamiento del espacio público para la
sátira, la crítica y la disidencia.
La ilusión de la libertad
Formalmente,
la Primera Enmienda sigue intacta. Nadie va a la cárcel por burlarse de
un político o un líder mediático. Pero el castigo llega por otras vías:
contratos suspendidos, programas cancelados, presión corporativa y
linchamientos digitales. Es una censura disfrazada de “decisiones
empresariales” o de “corrección moral”, que en realidad opera como un
control ideológico.
El fascismo corporativo-mediático
El
fascismo del siglo XXI no necesita botas ni marchas. Se ejerce a través
de conglomerados mediáticos, redes sociales y campañas de desprestigio.
El mensaje es claro: quien cuestione a los protegidos del sistema será
sancionado. No se prohíbe hablar, pero se vuelve demasiado caro hacerlo.
La
autocensura es el gran triunfo de este modelo: periodistas, artistas y
comediantes aprenden a morderse la lengua antes de arriesgar su carrera.
Así, el discurso público se va empobreciendo, volviéndose cada vez más
dócil, más domesticado.
El papel de la sátira
La
comedia siempre ha sido una herramienta de resistencia. Desde
Aristófanes en la Atenas clásica hasta George Carlin en el siglo XX, el
humor ha servido para desnudar las hipocresías del poder. Castigar a un
comediante por ejercer esa función no es un asunto menor: es un ataque
directo a la posibilidad de pensar diferente y de reírse del emperador
desnudo.
Reflexión final
Lo
que está en juego no es solo la carrera de Jimmy Kimmel, sino el
derecho de toda una sociedad a escuchar voces incómodas. Cuando se
acalla la sátira, cuando el bufón deja de hacer reír al pueblo a costa
del rey, es porque la corte se ha vuelto demasiado peligrosa.
La
pregunta que queda en el aire es esta: ¿quién decide qué puede o no
puede decirse? Si la respuesta son los grandes empresarios, los medios
alineados y los políticos con piel delgada, entonces la libertad de
expresión ya no es un derecho: es una concesión precaria.
Epílogo satírico
Al final, lo que nos están diciendo es sencillo:
Puedes hablar libremente… siempre y cuando digas lo que ellos quieren oír.
Es
como un restaurante que presume tener “menú infinito”, pero en realidad
solo sirven hamburguesas con distinto envoltorio. ¿Quieres una opinión
vegetariana? Mala suerte, hoy solo hay hamburguesa de obediencia con
papas de autocensura.
Y
lo más irónico es que Charlie Kirk puede decir barbaridades cada semana,
pero cuando alguien se burla de él, resulta que la democracia se
tambalea. Parece que la piel del poder es tan delgada que ni un chiste
puede rozarla sin que armen un operativo de rescate nacional.
Si
Aristófanes viviera hoy, no lo dejarían estrenar en el teatro: lo
bajarían del escenario, lo cancelarían en Twitter y lo mandarían a pedir
disculpas en Good Morning America. Y Carlin, si resucitara, seguramente
volvería a morir… pero esta vez de risa, viendo cómo los gringos venden
la censura como “libertad responsable”.
Porque
eso es lo que quieren: ciudadanos responsables, calladitos, sonrientes y
dóciles… como clientes de Walmart un Black Friday.
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