Trump: el reality show que gobierna
Imagínate
esto: un tipo que parece salido de un capítulo perdido de The
Apprentice, pero en lugar de despidos, reparte amenazas nucleares y
sanciones económicas. Ese es Trump. Sí, ese mismo que grita “¡hice más
que nadie!” mientras ignora que el mundo no es su escenario de
televisión y que las reglas no cambian solo porque él las twittee.
Trump
es la prueba viviente de que puedes ser rico, famoso y aún así un
desastre humano. Cada frase suya es un tuit en mayúsculas, cada acto
público una bofetada al sentido común. Y lo peor: hay gente que lo
aplaude. Sí, camarada, hay millones que miran este circo y dicen: “¡Eso
es liderazgo!”. Es como aplaudir a un niño que prende fuego a la cocina
porque quería ver cómo salta la llama.
Es
un show continuo: insultos, amenazas, mentira tras mentira… todo
mezclado con un ego más inflado que cualquier globo de desfile. Y
mientras él juega a ser Nerón moderno, el país se tambalea entre crisis,
violencia y desinformación. Porque el problema no es solo su locura: es
la complicidad de quienes le permiten seguir en el escenario.
Trump
no necesita inventar enemigos, camarada: los encuentra en la realidad
misma. Cualquier hecho que contradiga su versión de la historia se
convierte en fake news; cualquier líder que ose desafiarlo es un
traidor. Y él, desde su trono dorado de Mar-a-Lago, se ríe como un niño
que acaba de descubrir que nadie lo puede detener.
El
mundo observa, perplejo, mientras la democracia se parece más a un
reality show: votos, encuestas y audiencias reemplazan a la razón, la
ética y la verdad. Y la moraleja, camarada, es aterradora: cuando un
líder tiene la combinación de poder, vanidad y una audiencia que aplaude
cualquier estupidez, el caos deja de ser una posibilidad para
convertirse en rutina.
Trump
no es solo un presidente; es un espectáculo de mala televisión, una
comedia trágica y un recordatorio histórico de que la estupidez también
puede gobernar. Y mientras tanto, Nerón sonríe desde la tumba.
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