El lenguaje como arma: cuando las palabras no comunican, dominan
En
las altas esferas del poder, el lenguaje ha dejado de ser un puente
entre personas para convertirse en un muro, una máscara, un campo de
batalla. No se usa para decir la verdad, sino para imponer una visión,
controlar emociones, confundir al adversario y, sobre todo, evitar
compromisos concretos. En política, el lenguaje ya no comunica: domina.
Basta
con escuchar un discurso cualquiera de un funcionario moderno. Palabras
vacías como resiliencia, articulación institucional, inclusión
transversal, diálogo permanente o acciones contundentes surgen como
espuma. Frases largas, adornadas, sin verbo claro, sin sujeto definido,
sin destinatario real. El objetivo no es informar, sino sonar bien. No
es decir lo que se hará, sino dejar la impresión de que se está haciendo
algo.
En este sentido,
el lenguaje político se convierte en una forma de camuflaje. El político
no dice “no voy a ayudar”, sino “estamos evaluando una posible
estrategia para atender con sensibilidad y eficiencia las demandas de la
ciudadanía”. No dice “te voy a mentir”, dice “mi compromiso es con la
verdad y con ustedes”. Es un lenguaje que produce niebla: mientras más
se habla, menos se entiende. Y mientras menos se entiende, más libre
queda el poder de hacer lo que quiera.
Pero
el uso del lenguaje como arma no se limita a la evasión. También se usa
para polarizar. Una sola palabra puede convertir a un adversario en
enemigo. Decir “fifí”, “chairo”, “neoliberal”, “comunista”, “enemigo de
la patria”, “populista”, “fascista”, “golpista” —sin contexto, sin
precisión, solo como etiquetas— permite anular la posibilidad de
diálogo. Las palabras no describen: excluyen. No permiten pensar:
obligan a tomar partido. Y quien domina el vocabulario, domina el
relato.
Esta
instrumentalización del lenguaje no es nueva. George Orwell ya lo había
advertido en 1984: “el propósito del lenguaje político es hacer que las
mentiras suenen verdaderas, el asesinato respetable, y dar apariencia de
solidez al puro viento”. Y vaya que lo logró. Hoy se mata en nombre de
la paz, se reprime en nombre de la libertad, se miente en nombre de la
democracia.
Pero tal vez
lo más inquietante es que el ciudadano común, bombardeado por este
lenguaje, comienza a adoptarlo. Se empieza a hablar como se habla en los
noticiarios, en los boletines, en los trending topics. Se replica el
discurso sin cuestionarlo. Se normaliza el uso de palabras sin sentido. Y
así, el lenguaje deja de ser una herramienta para pensar… y se vuelve
un instrumento para obedecer.
Frente
a esto, hace falta una rebelión semántica. Recuperar el sentido de las
palabras. Nombrar las cosas como son. Evitar el eufemismo, el adorno
innecesario, la frase vacía. Porque solo cuando llamamos a las cosas por
su nombre podemos verlas con claridad. Y solo cuando vemos con
claridad, podemos decidir con libertad.
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