domingo, 21 de septiembre de 2025

El lenguaje como arma: cuando las palabras no comunican, dominan

En las altas esferas del poder, el lenguaje ha dejado de ser un puente entre personas para convertirse en un muro, una máscara, un campo de batalla. No se usa para decir la verdad, sino para imponer una visión, controlar emociones, confundir al adversario y, sobre todo, evitar compromisos concretos. En política, el lenguaje ya no comunica: domina.

Basta con escuchar un discurso cualquiera de un funcionario moderno. Palabras vacías como resiliencia, articulación institucional, inclusión transversal, diálogo permanente o acciones contundentes surgen como espuma. Frases largas, adornadas, sin verbo claro, sin sujeto definido, sin destinatario real. El objetivo no es informar, sino sonar bien. No es decir lo que se hará, sino dejar la impresión de que se está haciendo algo.

En este sentido, el lenguaje político se convierte en una forma de camuflaje. El político no dice “no voy a ayudar”, sino “estamos evaluando una posible estrategia para atender con sensibilidad y eficiencia las demandas de la ciudadanía”. No dice “te voy a mentir”, dice “mi compromiso es con la verdad y con ustedes”. Es un lenguaje que produce niebla: mientras más se habla, menos se entiende. Y mientras menos se entiende, más libre queda el poder de hacer lo que quiera.

Pero el uso del lenguaje como arma no se limita a la evasión. También se usa para polarizar. Una sola palabra puede convertir a un adversario en enemigo. Decir “fifí”, “chairo”, “neoliberal”, “comunista”, “enemigo de la patria”, “populista”, “fascista”, “golpista” —sin contexto, sin precisión, solo como etiquetas— permite anular la posibilidad de diálogo. Las palabras no describen: excluyen. No permiten pensar: obligan a tomar partido. Y quien domina el vocabulario, domina el relato.

Esta instrumentalización del lenguaje no es nueva. George Orwell ya lo había advertido en 1984: “el propósito del lenguaje político es hacer que las mentiras suenen verdaderas, el asesinato respetable, y dar apariencia de solidez al puro viento”. Y vaya que lo logró. Hoy se mata en nombre de la paz, se reprime en nombre de la libertad, se miente en nombre de la democracia.

Pero tal vez lo más inquietante es que el ciudadano común, bombardeado por este lenguaje, comienza a adoptarlo. Se empieza a hablar como se habla en los noticiarios, en los boletines, en los trending topics. Se replica el discurso sin cuestionarlo. Se normaliza el uso de palabras sin sentido. Y así, el lenguaje deja de ser una herramienta para pensar… y se vuelve un instrumento para obedecer.

Frente a esto, hace falta una rebelión semántica. Recuperar el sentido de las palabras. Nombrar las cosas como son. Evitar el eufemismo, el adorno innecesario, la frase vacía. Porque solo cuando llamamos a las cosas por su nombre podemos verlas con claridad. Y solo cuando vemos con claridad, podemos decidir con libertad.

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