Prohibir el antifascismo: un eco de errores históricos
En
distintas épocas de la historia, quienes detentan el poder han
intentado silenciar a quienes cuestionan la opresión. Prohibir el
antifascismo hoy se asemeja peligrosamente a lo que en su momento
ocurrió con los antiesclavistas o los activistas antirracistas:
movimientos considerados “peligrosos” por desafiar un sistema que se
beneficiaba de la explotación y la discriminación.
El
antifascismo no es una ideología violenta ni radical por naturaleza. Es
una postura ética frente a quienes promueven la exclusión, la
supremacía y la violencia organizada. Quienes buscan prohibirlo, no lo
hacen porque sea dañino para la sociedad, sino porque cuestiona la
legitimidad de quienes detentan el poder y de sus políticas
autoritarias.
Si
retrocedemos a la historia, encontramos paralelos inquietantes. Los
antiesclavistas del siglo XIX fueron perseguidos, ridiculizados y muchas
veces criminalizados, no porque promovieran el caos, sino porque su
lucha por la igualdad amenazaba intereses económicos poderosos. Lo mismo
ocurrió con los activistas antirracistas del siglo XX: cuestionar la
segregación y la discriminación racial era “subversivo” ante un sistema
que justificaba la injusticia.
Prohibir
el antifascismo sería, por tanto, criminalizar la resistencia ética.
Significaría sancionar la conciencia crítica, silenciar las voces que se
oponen a la violencia institucionalizada y legitimar, de manera
implícita, la ideología que debería ser cuestionada y combatida. Viajar
por placer a países donde se implementan políticas de odio, sin
cuestionarlas, también puede considerarse una forma de validación
indirecta de estas estructuras de opresión.
El
antifascismo no es una moda ni un acto de rebeldía por rebeldía; es la
defensa de valores esenciales: la igualdad, la libertad y la dignidad
humana. Prohibirlo no eliminaría al fascismo, solo condenaría a quienes
se atreven a enfrentar la injusticia. Como ocurrió con los
antiesclavistas y los antirracistas, la historia nos recuerda que callar
frente a la opresión siempre favorece al opresor.
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