sábado, 27 de septiembre de 2025

 Prohibir el antifascismo: un eco de errores históricos


En distintas épocas de la historia, quienes detentan el poder han intentado silenciar a quienes cuestionan la opresión. Prohibir el antifascismo hoy se asemeja peligrosamente a lo que en su momento ocurrió con los antiesclavistas o los activistas antirracistas: movimientos considerados “peligrosos” por desafiar un sistema que se beneficiaba de la explotación y la discriminación.

El antifascismo no es una ideología violenta ni radical por naturaleza. Es una postura ética frente a quienes promueven la exclusión, la supremacía y la violencia organizada. Quienes buscan prohibirlo, no lo hacen porque sea dañino para la sociedad, sino porque cuestiona la legitimidad de quienes detentan el poder y de sus políticas autoritarias.

Si retrocedemos a la historia, encontramos paralelos inquietantes. Los antiesclavistas del siglo XIX fueron perseguidos, ridiculizados y muchas veces criminalizados, no porque promovieran el caos, sino porque su lucha por la igualdad amenazaba intereses económicos poderosos. Lo mismo ocurrió con los activistas antirracistas del siglo XX: cuestionar la segregación y la discriminación racial era “subversivo” ante un sistema que justificaba la injusticia.

Prohibir el antifascismo sería, por tanto, criminalizar la resistencia ética. Significaría sancionar la conciencia crítica, silenciar las voces que se oponen a la violencia institucionalizada y legitimar, de manera implícita, la ideología que debería ser cuestionada y combatida. Viajar por placer a países donde se implementan políticas de odio, sin cuestionarlas, también puede considerarse una forma de validación indirecta de estas estructuras de opresión.

El antifascismo no es una moda ni un acto de rebeldía por rebeldía; es la defensa de valores esenciales: la igualdad, la libertad y la dignidad humana. Prohibirlo no eliminaría al fascismo, solo condenaría a quienes se atreven a enfrentar la injusticia. Como ocurrió con los antiesclavistas y los antirracistas, la historia nos recuerda que callar frente a la opresión siempre favorece al opresor.

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