sábado, 27 de septiembre de 2025

 El antisemitismo según Marco Rubio: propaganda con traje de verdad


Marco Rubio se para frente a un micrófono y suelta una frase que parece escrita por un publicista de guerra: “Hitler soñaba con un mundo sin judíos, una idea que comparte con Hamás. Pero Hitler y sus regímenes se convirtieron en polvo, mientras Israel sigue en pie”.
Aplausos, banderitas, titulares de prensa. ¡Magistral! Solo que no. Es propaganda disfrazada de verdad.

Primero lo obvio: sí, Hitler quería exterminar a los judíos, y sí, Hamás tiene en su carta fundacional un odio declarado hacia Israel. Hasta ahí, verdad. Pero luego viene el truco barato: meterlos en la misma bolsa, como si un movimiento guerrillero en Gaza tuviera el mismo peso histórico que el régimen nazi, con su maquinaria industrial de exterminio, sus ejércitos masivos y medio continente ocupado. Es como comparar a un perro callejero que te ladra con un tanque Abrams. El perro puede morder, pero no va a arrasar Europa.

Rubio habla del “fracaso del antisemitismo” porque Israel sigue existiendo. Otra media verdad. Sí, Israel ha sobrevivido y se ha convertido en potencia militar y tecnológica, pero eso no significa que el antisemitismo sea polvo. Pregúntale a cualquier judío atacado en Nueva York, París o Buenos Aires. Pregúntale a las tumbas profanadas en cementerios. El antisemitismo sigue vivo, mutado, disfrazado, más sutil o más brutal, pero vivo. Decir que murió con Hitler es como decir que el racismo terminó cuando Obama llegó a la Casa Blanca.

Y después, la cereza del pastel: los Acuerdos de Abraham. Rubio los pinta como si fueran la panacea, el símbolo de un mundo que dejó atrás el odio. Cuando en realidad son contratos geopolíticos, firmados entre élites que se dan la mano mientras millones de palestinos siguen atrapados en bloqueos, ocupación y pobreza. ¿Reconciliación? Más bien negocios, armas, petróleo y sonrisas para la foto.

Lo que Rubio vende no es historia, es narrativa para justificar la política exterior de Estados Unidos. Es la misma receta de siempre:

1. Invocar a Hitler (porque nada mueve tanto como el fantasma del nazismo).


2. Comparar a tu enemigo con Hitler (aunque no dé la talla).


3. Declarar que tu aliado es la víctima eterna y el héroe inmortal.


4. Llamar a la “unidad contra el odio”, que mágicamente coincide con tus intereses estratégicos en la región.



El resultado: un discurso que parece moral, pero es propaganda. Una verdad a medias con el maquillaje de “defensa de la libertad”.

Y ahí es donde entra la ironía brutal: Rubio denuncia el odio, pero lo instrumentaliza; habla de paz, pero la subordina a pactos militares; invoca la memoria del Holocausto, pero la usa como arma retórica para justificar alianzas políticas.

Porque lo que de verdad quiere no es un mundo sin antisemitismo. Lo que quiere es un mundo donde la agenda de Washington se vista de cruzada moral.

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