Tal vez no haya nada que exprese con mayor claridad nuestra lejanía psicológica de las profundidades oceánicas que el hecho de que el principal objetivo expuesto por los oceanógrafos durante el Año Geofísico Internacional de 1957-1958 fuese el estudio de «la utilización de los lechos marinos para el vertido de residuos radiactivos». No fue un encargo secreto, sabes, sino un alarde público orgulloso. De hecho, aunque no se le diese mucha publicidad, en 1957-1958, el vertido de residuos radiactivos se había iniciado ya hacía diez años, con una asombrosa y vigorosa resolución. Estados Unidos llevaba transportando bidones de 200 litros de desechos radiactivos a las islas Fallarone (a unos 50 kilómetros de la costa de California, cerca de San Francisco) y tirándolos allí por la borda, sin más, desde 1946. Era una operación sumamente burda. Casi todos los bidones eran del mismo tipo de esos que se ven oxidándose detrás de las gasolineras o amontonados al lado de las fábricas, sin ningún tipo de recubrimiento protector. Cuando no se hundían, que era lo que solía pasar, los acribillaban a balazos tiradores de la Marina, para que se llenaran de agua y por supuesto, salían de ellos el plutonio, el uranio y el estroncio. Cuando se puso fin a esos vertidos en la década de los noventa, Estados Unidos había arrojado al mar cientos y cientos de miles de bidones en unos cincuenta emplazamientos marítimos, casi 50.000 en las Fallarone. Pero Estados Unidos no estaba solo en esto, ni mucho menos. Entre otros entusiastas de los vertidos se contaban Rusia, China, Japón, Nueva Zelanda y casi todas las naciones europeas
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