miércoles, 30 de junio de 2021

 Incluso donde prospera la vida, ésta suele ser sumamente sensible a la perturbación. En la década de los setenta, los pescadores australianos, y en menor medida los de Nueva Zelanda, descubrieron bancos de un pez poco conocido que vive a unos 800 metros de profundidad en sus plataformas continentales. Los llamaban percas anaranjadas, eran deliciosos y había una cantidad inmensa. En muy poco tiempo, las flotas pesqueras estaban capturando 40.000 toneladas de percas anaranjadas al año. Luego, los biólogos marinos hicieron unos descubrimientos alarmantes. La perca anaranjada es muy longeva y tarda mucho en madurar. Algunos ejemplares pueden tener ciento cincuenta años; puedes haberte comido una que había nacido cuando reinaba en Inglaterra la reina Victoria. Estas criaturas han adoptado ese tipo de vida extraordinariamente pausado porque las aguas en que viven son muy pobres en recursos. En esas aguas hay algunos peces que desovan sólo una vez en la vida. Es evidente que se trata de poblaciones que no pueden soportar muchas perturbaciones. Por desgracia, cuando sé supo todo esto, las reservas habían quedado ya considerablemente mermadas. Habrán de pasar décadas, incluso con un buen control, para que se recupere la población, si es que alguna vez llega a hacerlo. En otras partes, sin embargo, el mal uso de los océanos ha sido más consciente que inadvertido. Muchos pescadores cortan las aletas a los tiburones y vuelven a echarlos al mar para que mueran. En 1998, las aletas de tiburón se vendían en Extremo Oriente a más de 110 dólares el kilo, y un cuenco de sopa de aleta de tiburón costaba 100 dólares en Tokio. Según los cálculos del Fondo Mundial para la Naturaleza, en 1994, se mataban entre 40 y 70 millones de ejemplares de tiburón al año. En 1995, unos 37.000 buques pesqueros de tamaño industrial, más un millón de embarcaciones más pequeñas, capturaban el doble que veinticinco años antes. Los arrastreros son hoy en algunos casos tan grandes como cruceros y arrastran redes de tal tamaño que podría caber en una de ellas una docena de reactores Jumbo. Algunos emplean incluso aviones localizadores para detectar desde el aire los bancos de peces. Se calcula que, aproximadamente, una cuarta parte de cada red que se iza contiene peces que no pueden llevarse a tierra por ser demasiado pequeños, por no ser del tipo adecuado o porque se han capturado fuera de temporada. Como explicaba un observador en The Economist: «Aún estamos en la era de las tinieblas. Nos limitamos a arrojar una red y esperar a ver qué sale». De esas capturas no deseadas tal vez vuelvan a echarse al mar, cada año, unos 12 millones de toneladas, sobre todo en forma de cadáveres  . Por cada kilo de camarones que se captura, se destruyen cuatro de peces y otras criaturas marinas.

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