Las últimas tres décadas han asistido a una reestructuración fundamental de la familia y de la crianza de los hijos en las sociedades occidentales ricas, estrechamente relacionada con nuevas limitaciones y oportunidades creadas por el progreso de los mercados, tanto de los mercados laborales como de los mercados de consumo. Para analizar el capitalismo como un modo de vida, en vez de simplemente como una economía, puede resultar conveniente empezar por recordar el modo de producción «fordista» de la era de posguerra complementado con la familia «fordista». En aquél momento, para las familias era una cuestión de orgullo y una manifestación de éxito económico el que las mujeres quedaran exoneradas del trabajo asalariado, de manera que pudieran dedicarse plenamente al trabajo no remunerado y ocuparse de su familia. No hay nada que haya desaparecido tan por completo como esto. A partir de la década de 1970, un creciente número de mujeres se incorporaron al empleo asalariado, lo cual se convirtió en el camino para lograr su independencia personal, además de un requisito para el respeto social y la plena integración en la comunidad. Simultáneamente, las tasas de matrimonio cayeron, las de divorcio aumentaron, las relaciones familiares se volvieron menos rígidas y obligatorias y las tasas de natalidad descendieron, mientras los niños nacían cada vez más tanto fuera del matrimonio, como en cifras desproporcionadas de mujeres, que carecían de oportunidades en el mercado laboral. Moralmente, incorporarse al empleo asalariado se convirtió no solo en una elección para las mujeres, sino en una obligación de facto, ocupando el lugar que en las décadas de 1950 y 1960 habían tenido el matrimonio y el cuidado de los hijos. El «trabajo» se asimiló por completo al trabajo asalariado, mientras que estar fuera de él –ser una Hausfrau, una ama de casa– quedó asociado con no trabajar en absoluto, convirtiéndose cada vez más en una desgracia personal.
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