En ocasiones, los costes que las empresas imponen a los demás no son visibles de inmediato. Las grandes empresas a menudo asumen grandes riesgos, y es posible que nada salga mal durante años y años. Pero cuando algo sí sale mal (como en el caso de la central nuclear de la empresa TEPCO en Japón, o con la fábrica de Union Carbide en Bhopal, India), los perjudicados pueden ser miles. Obligar a las grandes empresas a indemnizar a los perjudicados realmente no deshace el daño causado. Aunque se indemnice a la familia de un obrero que fallece debido a las malas condiciones de seguridad laboral, esa persona no resucita. Por eso no podemos confiar únicamente en los incentivos. Algunas personas son aficionadas a correr riesgos, sobre todo cuando son los demás quienes soportan la mayor parte de ese riesgo. La explosión a bordo de la plataforma Deepwater Horizon en abril de 2010 provocó un vertido que derramó millones de barriles de petróleo de la empresa British Petroleum a las aguas del golfo de México. Los directivos de BP se la habían jugado: escatimar en medidas de seguridad incrementaba los beneficios a corto plazo. En aquel caso se la jugaron y perdieron, pero quienes perdieron todavía más fueron el medio ambiente y los habitantes de Luisiana y de los demás Estados del Golfo. En el pleito resultante, las grandes empresas que realmente causan daños pueden tener más fuerza que los damnificados. Es probable que las empresas puedan compensar con una miseria a los damnificados, ya que mucha gente no puede aguantar tanto tiempo a la espera de una indemnización digna, ni puede permitirse pagar unos abogados del mismo nivel que los de la compañía. Uno de los papeles del gobierno es reequilibrar la balanza de la justicia —y en el caso del desastre de BP, lo hizo, pero muy tímidamente, y al final quedó claro que lo más probable era que muchas de las víctimas iban a recibir una indemnización que no era más que una pequeña parte del perjuicio que sufrieron—
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