sábado, 29 de mayo de 2021

 Ronald Coase, un economista de Chicago, y galardonado con el Premio Nobel, explicaba que las distintas formas de asignar los derechos de propiedad eran igualmente eficientes para afrontar la cuestión de las externalidades, o por lo menos lo serían en un mundo hipotético sin costes de transacción. En una habitación donde hay fumadores y no fumadores, sería posible asignar los «derechos del aire» a los fumadores, y si los no fumadores valoraran el aire limpio más de lo que los primeros valoran fumar, podrían sobornarlos para que no fumaran. Pero también se podría asignar los derechos del aire a los no fumadores. En ese caso, los fumadores podrían sobornar a los no fumadores para que les permitieran fumar, siempre y cuando los fumadores valoraran el derecho a fumar más que los que no fuman valoran el aire limpio. En un mundo de costes de transacción —en mundo real, donde, por ejemplo, cuesta dinero recaudar el dinero de un grupo para pagar a otro grupo—, una de las dos asignaciones puede ser mucho más eficiente que la otra. Pero, lo que es más importante, las distintas asignaciones pueden tener importantes consecuencias en la distribución. Concederle a los no fumadores los derechos del aire les beneficia a expensas de los fumadores. Por muchas vueltas que le demos, es imposible obviar las cuestiones de distribución, incluso cuando se trata de los problemas más simples a la hora de organizar una economía. El inconveniente de la interrelación entre la cuestión de los «derechos de propiedad»/externalidades y la distribución es que es imposible distinguir las nociones de «libertad» y «justicia». Las libertades de todo individuo deben restringirse cuando causan perjuicio a los demás. La libertad de contaminar de un individuo priva a otro de su salud. La libertad de una persona de conducir a toda velocidad priva a otra de su derecho a no resultar herida. Pero ¿qué libertades son las más importantes? Para responder a esta pregunta básica, las sociedades desarrollan las reglas y las normativas. Esas reglas y normativas afectan al mismo tiempo a la eficiencia del sistema y a la distribución: algunos salen ganando a expensas de los demás. Por eso el «poder» —el poder político— es tan importante. Si el poder económico de un país acaba repartiéndose de una forma demasiado desigual, tendrá consecuencias políticas. Aunque habitualmente pensamos que el imperio de la ley fue concebido para proteger a los débiles contra los fuertes, y a los ciudadanos corrientes contra los privilegiados, los ricos utilizan su poder político para condicionar el imperio de la ley a fin de que proporcione un marco donde ellos puedan explotar a los demás. Además, los ricos utilizan su poder político para garantizar el mantenimiento de las desigualdades, en vez de para lograr una economía y una sociedad más igualitarias y justas. Si determinados grupos controlan el proceso político, lo utilizarán para diseñar un sistema económico que los favorezca: mediante las leyes y normativas que afectan específicamente a una industria, o a través de las normas que rigen las quiebras, la competencia, la propiedad intelectual o los impuestos, o bien, indirectamente, a través de los costes del acceso al sistema judicial. En efecto, las grandes empresas argumentan que tienen derecho a contaminar y piden subvenciones para dejar de hacerlo; o que tienen derecho a imponer a los demás el riesgo de contaminación nuclear y pedirán lo que, en realidad, son subvenciones ocultas, nes a su responsabilidad, a fin de protegerse contra las demandas en caso de que su central explote.

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