A medida que se extendía la crisis financiera, fuimos testigos de cómo los bancos gestionaron las percepciones. Nos dijeron que teníamos que salvarlos para salvar la economía, para proteger nuestros empleos, por muy desagradables que parecieran los rescates en aquel momento; que si imponíamos condiciones a los bancos, se desbaratarían los mercados y sería mucho peor para nosotros; y que necesitábamos no solo salvar a los bancos, sino también a los banqueros, a los accionistas de los bancos y a los obligacionistas de los bancos. Por supuesto, hubo países, como Suecia, que hicieron otra cosa, que jugaron según las reglas del «capitalismo» y pusieron a los bancos que tenían un capital inadecuado en régimen de curaduría, un proceso análogo a la quiebra (para bancos), concebido para proteger a los depositantes y para conservar los activos de los bancos; pero esos eran países «socialistas». Hacer lo mismo que Suecia no iba con el «estilo americano». Obama no solo se tragó ese argumento; al repetirlo, le confirió un aura de autenticidad. Pero ese argumento carecía de cualquier base fáctica y estaba diseñado para que pareciera aceptable la transferencia de riqueza más gigantesca del mundo: a lo largo de la historia del planeta, nunca tantos dieron tanto dinero a tan pocos y tan ricos sin pedirles nada a cambio. La cuestión podría haberse encuadrado de una forma muy distinta. Se podría haber argumentado que el verdadero estilo americano es el imperio de la ley. La ley era clara: si un banco no puede pagar lo que debe, y lo que sus depositantes exigen que se les devuelva, se reestructura; los accionistas lo pierden todo. Los obligacionistas se convierten en los nuevos accionistas. Si aun así sigue sin haber dinero suficiente, interviene el gobierno. En ese caso, los obligacionistas y los acreedores no garantizados lo pierden todo, pero a los depositantes asegurados se les devuelve lo que se les ha prometido. Se salva el banco, pero el gobierno, en calidad de nuevo dueño, acabará decidiendo si lo liquida, si lo reprivatiza o si lo fusiona con un banco más saneado. En parte, su objetivo es recuperar la máxima cantidad de dinero posible para los contribuyentes. Y por supuesto, no esperamos a adoptar unas medidas tan drásticas hasta que el banco ya no tiene dinero. Cuando uno va al banco e introduce su tarjeta en el cajero automático, si aparece el rótulo «fondos insuficientes» preferimos que sea porque su cuenta corriente no tiene suficientes fondos, no el propio banco. Así es como se supone que tendría que funcionar la banca; pero no fue como funcionaron las cosas en Estados Unidos durante las Administraciones Bush y Obama. Estas salvaron no solo a los bancos —para hacer eso sí había una justificación—, sino también a los accionistas, a los obligacionistas y a otros acreedores no garantizados. Se trató de una victoria en la batalla de las percepciones. Había una forma alternativa de encuadrar la cuestión de las políticas. Esa narración habría partido no de la sugerencia de que lo que había hecho Suecia no concordaba con nuestra «tradición», sino de un análisis de lo que nos han enseñado la teoría y la historia económicas. Ese análisis habría demostrado que podríamos haber salvado al sector bancario, haber protegido a los depositantes y haber mantenido el flujo del crédito, con un menor coste para el gobierno, si hubiéramos seguido las normas corrientes del capitalismo. Y eso era, en realidad, lo que habían hecho Suecia y Estados Unidos en otras situaciones en que los bancos habían tenido problemas. En pocas palabras, se habría protegido mejor el interés de la economía y se habría mantenido cierta sensación de equidad en nuestro sistema, si Obama y Bush hubieran jugado según las reglas del capitalismo corriente, en vez de ir inventándoselas sobre la marcha, si hubieran sido fieles, en cierto sentido, al imperio de la ley. Por el contrario, los banqueros recibieron su dinero sin condiciones. Se suponía que el dinero era para recapitalizar los bancos, y se suponía que recapitalizar los bancos daría lugar a un aumento del crédito. Pero el dinero que se dio a los bancos y que se destinó a pagar primas no podía utilizarse al mismo tiempo para recapitalizar los bancos. Los bancos y quienes los respaldaban ganaron la batalla por el momento: consiguieron meter el dinero en las arcas de los bancos y de los banqueros. Pero perdieron la batalla de las percepciones a largo plazo: prácticamente todo el mundo considera que lo que se hizo fue injusto —y que fue injustificado, incluso teniendo en cuenta las insólitas circunstancias económicas—. Ha sido eso, no menos que cualquier otro factor, lo que ha impulsado la actual reacción de protesta
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