sábado, 29 de mayo de 2021

 La defensa de los bancos —afirman que la mayor parte de la gente a la que han echado de su casa sí les debía dinero— era una prueba de que Estados Unidos se había apartado del imperio de la ley y de una comprensión básica de este. Se supone que uno es inocente hasta que se demuestra que es culpable. Pero según la lógica del banco, el propietario de la vivienda tenía que demostrar que no era culpable, que no debía dinero. En nuestro sistema de justicia, condenar a una persona inocente es un acto reprobable, y debería ser igualmente reprobable desahuciar a alguien que no debe dinero por la compra de su casa. Se supone que tenemos un sistema que protege a los inocentes. El sistema judicial estadounidense exige una carga de la prueba y fija unas salvaguardas procedimentales a fin de que se cumpla ese requisito. Pero los bancos cortocircuitaron esas salvaguardas. De hecho, el sistema que estaba en vigor facilitaba que los bancos salieran impunes de esos atajos, por lo menos hasta que se levantó un clamor popular contra ellos. En la mayoría de los estados, los propietarios de viviendas podían ser desahuciados de sus casas sin una vista oral ante un tribunal. Sin un juicio, es muy difícil que un individuo consiga impedir un desahucio injusto. Para algunos observadores, esa situación se parece a lo que ocurrió en Rusia en los tiempos del «salvaje Este», tras el derrumbe del comunismo, donde el imperio de la ley —y en particular la ley de quiebras— se utilizó como un mecanismo legal para poner a un grupo de propietarios en lugar de otro. Se sobornaba a los tribunales, se falsificaban documentos y el proceso transcurría sin sobresaltos. En Estados Unidos, la venalidad opera a un nivel más alto. No se compra a los jueces en particular, sino las propias leyes, a través de las contribuciones a las campañas electorales y a los lobbys, en lo que ha venido en llamarse «corrupción a la americana». En algunos estados, los jueces son elegidos, y en esos estados existe una relación todavía más estrecha entre el dinero y la «justicia». Los intereses económicos utilizan las contribuciones a las campañas electorales para conseguir unos jueces que sean solidarios con sus causas. La respuesta de la Administración a las masivas violaciones del imperio de la ley por parte de los bancos refleja nuestro nuevo estilo de corrupción: la Administración Obama en realidad luchó contra los intentos de los estados de exigir responsabilidades a los bancos. De hecho, uno de los bancos controlados por la Administración central amenazó con dejar de hacer negocios en Massachusetts cuando la fiscal general de aquel estado demandó a los bancos. La fiscal general de Massachusetts, Martha Coakley, había intentado durante más de un año llegar a un acuerdo extrajudicial con los bancos, pero estos se habían mostrado intransigentes y poco dispuestos a cooperar. Para ellos, los delitos que habían cometido eran solo una cuestión a negociar. Los bancos (como acusaba Coakley) habían actuado engañosa y fraudulentamente; no solo habían desahuciado de forma improcedente a los prestatarios en apuros (y citaba catorce casos), basándose en una documentación jurídica fraudulenta para llevarlo a cabo, sino que, en muchos casos, también habían prometido modificar los créditos de los propietarios de viviendas y después se habían retractado de sus promesas. Los problemas no eran fortuitos, sino sistemáticos, debido a que el sistema de registro MERS «corrompía» el marco que el estado había puesto en vigor para registrar la propiedad. La fiscal general de Massachusetts rechazaba explícitamente el argumento de «demasiado grande como para rendir cuentas»: «Puede que los bancos piensen que son demasiado grandes para quebrar, o demasiado grandes para pensar en las consecuencias de sus actos, pero estamos convencidos de que no son demasiado grandes como para tener que cumplir las leyes»

No hay comentarios:

Publicar un comentario