Uno de los misterios de la política económica moderna es por qué hay alguien que se toma la molestia de votar. En realidad, muy pocas elecciones dependen del voto de un único individuo. Votar tiene un coste; aunque hoy en día ningún estado de la Unión cobra una cantidad explícita por votar, requiere tiempo y esfuerzo acudir al colegio electoral. Además, registrarse puede ser una molestia, que requiere una planificación con bastante anticipación respecto a las elecciones. Puede que la gente que vive en las desperdigadas ciudades del oeste, con un transporte público deficiente, esté en desventaja a la hora de llegar a sus colegios electorales. Es posible que a la gente con una movilidad limitada le resulte difícil llegar al colegio electoral aunque esté cerca. Hay pocas recompensas personales por todas las molestias que se toman los votantes. De hecho, casi nunca se da el caso de que el voto de un individuo resulte crucial, es decir, que determine de alguna forma el resultado final. Las teorías políticas y económicas modernas presuponen unos acto- res racionales que actúan en su propio interés. Sobre esa base, resulta un misterio por qué alguien se toma la molestia de votar. La respuesta, por supuesto, es que hemos sido adoctrinados con conceptos de «virtud ciudadana». Votar es nuestra responsabilidad. A todo individuo que contempla la posibilidad de no ir a votar le preocupa lo que ocurriría si todo el mundo hiciera lo mismo: «Si yo y otros que piensan como yo no votáramos, estaríamos dejando que el resultado lo decidieran otras personas con las que no estoy de acuerdo». Ese tipo de virtud ciudadana no debería darse por descontada. Si arraiga la convicción de que el sistema político está amañado, que es injusto, los individuos se sentirán liberados de las obligaciones de esa virtud ciudadana. Cuando se deroga el contrato social, cuando fracasa la confianza entre un gobierno y sus ciudadanos, lo que viene a continuación es la desilusión, la falta de compromiso o cosas peores. Hoy en día, en Estados Unidos, y en muchas otras democracias de todo el mundo, la desconfianza va en aumento. La ironía es que los ricos que aspiran a manipular el sistema político para sus propios fines ven con buenos ojos ese resultado. Quienes acuden a votar son quienes consideran que el sistema político funciona, o que por lo menos funciona para ellos. Así pues, si el sistema político funciona sistemáticamente a favor de los de arriba, son ellos quienes (en su abrumadora mayoría) sienten el impulso de dedicarse a la política, e inevitablemente el sistema presta un mejor servicio a aquellos que hacen oír sus voces. Por añadidura, si es preciso inducir a los votantes a acudir a las urnas porque están desilusionados, se hace cada vez más caro que la gente participe; cuanto más desilusionada está, más caro resulta conseguir que vayan a votar. Pero cuanto más dinero se necesite, mayor será el poder en manos de los intereses económicos. Para quienes disponen de dinero, gastarlo para condicionar el proceso político no es una cuestión de virtud cívica; es una inversión de la que exigen (y consiguen) una rentabilidad. Es natural que acaben condicionando el proceso político en su propio beneficio. Eso, a su vez, aumenta la sensación de desilusión que cunde entre el resto del electorado y amplifica aún más el poder del dinero.
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