Ya al principio de la burbuja de la vivienda saltaba a la vista que los bancos no solo se estaban dedicando a conceder créditos de una forma temeraria —tan temeraria que acabaría poniendo en peligro a todo el sistema económico—, sino también a los préstamos usurarios, aprovechándose de las personas con menor nivel educativo y más inexpertas en cuestiones financieras de nuestra sociedad, a base de venderles unas costosas hipotecas y ocultando los detalles de las comisiones entre la letra pequeña y en unos términos incomprensibles para la mayoría de la gente. Algunos estados intentaron hacer algo al respecto. Por ejemplo, en octubre de 2002, el Parlamento de Georgia, tras observar que la actividad de crédito hipotecario del estado estaba plagada de fraude y depredación, intentó ponerle fin con una ley de protección a los consumidores. La reacción de los mercados financieros fue inmediata y furibunda. Las agencias de calificación, que hoy son sobradamente conocidas por haber calificado lotes de hipotecas de pésima calidad como títulos de clase A, también desempeñaron un papel en el mantenimiento de las prácticas crediticias fraudulentas. Tendrían que haber aplaudido las iniciativas de estados como Georgia: la ley implicaba que las agencias no iban a necesitar evaluar si las hipotecas de un determinado lote eran fraudulentas o inapropiadas. En vez de hacer eso, Standard & Poor’s, una de las principales agencias de calificación, amenazó con no calificar ninguna hipoteca suscrita en Georgia. Sin esas calificaciones, habría resultado difícil titulizar las hipotecas, y sin una titulización (en el modelo de negocio de aquellos tiempos) cabía la posibilidad de que se cerrara el grifo de los préstamos hipotecarios. Evidentemente, a las agencias de calificación les preocupaba que si la práctica se extendía a otros estados, el flujo de malas hipotecas, con cuya «calificación» ganaban tantísimo dinero, se reduciría enormemente. La amenaza de S&P surtió efecto: el estado rápidamente revocó la ley. También en otros estados hubo intentos de poner fin a los préstamos usurarios, y en todos los casos los bancos utilizaron toda su influencia política para impedir que los estados promulgaran leyes dirigidas a limitar los créditos abusivos. El resultado, como hoy en día sabemos, no fue solo un fraude masivo, sino también un crédito de mala calidad: demasiado endeudamiento, con unos productos financieros que podían explotar por un cambio en los tipos de interés, o por la coyuntura económica, y de hecho muchos de esos productos explotaron. En un mundo más sencillo, el viejo dicho de caveat emptor («que tenga cuidado el comprador») habría resultado apropiado; pero no en el complejo mundo de hoy en día. Es necesaria una agencia reguladora de los productos financieros para evitar no solo el fraude, sino también los productos abusivos, engañosos e inapropiados
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