Un cinismo generalizado se ha insertado profundamente en el sentido común colectivo, llegando a entenderse como un hecho normal que el capitalismo no es sino una oportunidad institucionalizada para que los superricos bien conectados se hagan aún más ricos. La corrupción, en el sentido en que usamos aquí esa palabra, se considera algo corriente, y por eso crece constantemente la desigualdad y la monopolización de la influencia política por parte de una pequeña oligarquía egoísta y su ejército de especialistas en defensa de la riqueza. La conversión de la confianza pública en riqueza privada se ha convertido en rutina y se ve como tal, dejando al orden social moralmente indefenso en eventuales momentos futuros de contestación abierta. Los llamamientos de la elite pidiendo confianza en nombre de valores compartidos ya no encuentran eco en una población nutrida con autodescripciones materialista-utilitarias típicas de una sociedad en la que todo está y debe estar en venta. Las elites políticas y económicas, que han quedado moralmente indefensas por su propia ambición, requerirán una gran creatividad si las cosas llegan a encresparse, y tendrán que movilizar la legitimidad en favor de sí mismas y del orden social que representan. Un síntoma amenazante de la creciente inestabilidad de la democracia capitalista es el surgimiento de los llamados partidos populistas, tanto de izquierdas como de derechas, que se alimentan de un rechazo profundamente emocional hacia las elites sociales existentes, que a su vez es fortalecido por ellos
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