lunes, 5 de abril de 2021

  Vincular la pobreza con la criminalidad tiene otro efecto: ayuda a desterrar a los pobres del mundo de las obligaciones morales.

    La esencia de toda moral es el impulso a sentirse responsable por el bienestar de los débiles, infortunados y sufrientes; la pobreza convertida en delito tiende a anular ese impulso y es el mejor argumento en su contra. Al convertirse en criminales —reales o posibles—, los pobres dejan de ser un problema ético y nos liberan de aquella responsabilidad. Ya no hay obligación de defenderlos contra la crueldad de su destino; nos encontramos, en cambio, ante el imperativo de defender el derecho y la vida de las personas decentes contra los ataques que se están tramando en callejones, guetos y zonas marginales.
    Lo dijimos más arriba: si en la sociedad actual los pobres sin trabajo ya no son el «ejército de reserva de mano de obra», desde el punto de vista de la economía no tiene sentido mantenerlos por si llega a surgir la necesidad de convocarlos como productores. Pero esto no significa que asegurarles condiciones dignas de existencia carezca de sentido moral . Es posible que su bienestar no resulte importante en la lucha por la productividad y la rentabilidad, pero sigue siendo importante, todavía, para los sentimientos de responsabilidad moral que debemos a todos los seres humanos, así como para la autoestima de la comunidad misma. Gans abre su libro con una cita de Thomas Paine:
    Cuando en algún país del mundo pueda decirse: Mis pobres son felices y no hay entre ellos ignorancia ni dolores; las cárceles están libres de presos y mis calles de mendigos; los ancianos no sufren necesidad, los impuestos no resultan opresivos…, cuando puedan decirse estas cosas, sólo entonces un país podrá jactarse de su constitución y su gobierno.

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