Aunque se silencie a las conciencias con el continuo bombardeo de informaciones sobre la depravación moral y las inclinaciones delictivas de los pobres sin trabajo, los empecinados residuos del impulso moral encuentran, de tanto en tanto, su vía de escape. Esa salida la proporcionan, por ejemplo, las periódicas «ferias de caridad», reuniones concurridas pero de corta vida, donde se manifiestan los sentimientos morales contenidos, desencadenadas en esas ocasiones ante el espectáculo de sufrimientos dolorosos y miserias devastadoras. Pero —como toda feria y todo carnaval— también esas reuniones cumplen la función de vías de escape, eternizando los horrores de la rutina cotidiana. Esas ferias de caridad permiten, en definitiva, que la indiferencia resulte más soportable; fortalecen, en última instancia, las convicciones que justifican el destierro de los pobres de nuestra sociedad.
lunes, 5 de abril de 2021
Como explicó recientemente Ryszard Kapuscinski, uno de los más formidables cronistas de la vida contemporánea, ese efecto se logra mediante tres recursos interconectados, puestos en práctica por los medios de comunicación que organizan estas «ferias de caridad [72] ».
En primer lugar, paralelamente a la noticia de una hambruna persistente o de otra ola de refugiados que pierden sus hogares, se recuerda a las audiencias que esas mismas tierras lejanas —allí donde esa gente «que se ve por televisión» está muriendo de hambre o de enfermedades— son el lugar de nacimiento de nuevos e implacables empresarios que desde allí se lanzaron a conquistar el mundo: los «tigres asiáticos». No importa que esos «tigres» sean menos del 1% de la población sólo de Asia. El dato prueba lo que necesita ser probado: la miseria de los hambrientos sin techo es resultado de su propia elección. Claro que tienen alternativas; pero —por su falta de voluntad y decisión— no las toman. El mensaje subyacente es que los pobres son los culpables de su destino. Podrían haber elegido, como los «tigres», una vida de trabajo duro y de empecinado ahorro.
En segundo lugar, se redacta y edita la noticia de modo que el problema de la pobreza y las privaciones quede reducido a la falta de alimentos. La estrategia tiene dos efectos: se minimiza la escala real de la pobreza (hay 800 millones de personas que sufren de desnutrición crónica; pero algo así como 4000 millones, unos dos tercios de la población mundial, viven en la pobreza). La tarea de ayudar se limita, entonces, a encontrar alimentos para los que sufren hambre. Pero, señala Kapuscinski, plantear así el problema de la pobreza (como en una nota de The Economist , que analiza el hambre bajo el título «How to Feed the World» [Cómo alimentar al mundo]) «degrada terriblemente, y casi niega el derecho de vivir en una humanidad plena a quienes, supuestamente, se quiere ayudar». La ecuación «pobreza = hambre» oculta otros numerosos y complejos aspectos de la pobreza: «horribles condiciones de vida y de vivienda, enfermedades, analfabetismo, violencia, familias disueltas, debilitamiento de los vínculos sociales, ausencia de futuro y de productividad». Son dolores que no se pueden suprimir con leche en polvo y galletas de alto contenido proteico. Kapuscinski recuerda que, en sus recorridos por los barrios negros y las aldeas de África, se cruzaba con niños que le mendigaban «no pan, agua, chocolate o juguetes; sino bolígrafos, porque no tenían con qué escribir en la escuela».
Agreguemos algo más: se tiene mucho cuidado en evitar cualquier asociación entre las horrendas imágenes de hambrunas —que tienen gran éxito en los medios— y la tragedia los pobres acusados de violar la ética del trabajo. Se muestra a la gente con su hambre pero, por más que el televidente se esfuerce, no verá ni una herramienta de trabajo, ni un terreno cultivable, ni una cabeza de ganado en la imagen. Como si no hubiera conexión alguna entre las promesas huecas de la ética del trabajo, en un mundo que ya no necesita más trabajadores, y los dolores de estas personas, mostradas como vía de escape para impulsos morales contenidos. La ética del trabajo sale ilesa, lista para ser usada nuevamente como el látigo que expulsará a nuestros pobres —los que tenemos en el barrio cercano, aquí a la vuelta de la esquina— del refugio que, vanamente, buscan en el Estado del bienestar.
En tercer lugar, los espectáculos de desastres, tal como son presentados por los medios, sirven de fundamento, y refuerzan de un modo diferente, el constante retroceso moral de la gente común. Además de servir como descarga a los sentimientos morales acumulados, el efecto a largo plazo es que:
La parte desarrollada del planeta se rodea con un cinturón sanitario de falta de compromiso y levanta un nuevo Muro de Berlín, de alcances mundiales; toda la información que nos llega de «allá afuera» son imágenes de guerra, asesinatos, drogas, saqueos, enfermedades contagiosas, refugiados y hambre: algo que nos amenaza seriamente…
Rara vez, a media voz y desvinculada de las escenas de guerras civiles y masacres, nos llega información sobre los armamentos utilizados; es menos frecuente, todavía, que se nos recuerde lo que sabemos pero preferíamos no oír: esas armas que transforman tierras lejanas en campos de muerte salieron de nuestras fábricas, celosas de sus libros de pedidos y orgullosas de su eficacia comercial, alma de nuestra preciada prosperidad. Violentas imágenes de la autodestrucción de esos pueblos se instalan en nuestra conciencia: son síntesis de «calles malditas» y «zonas prohibidas», representación magnificada de territorios dominados por pandillas asesinas, un mundo ajeno, subhumano, fuera de toda ética y de cualquier salvación. Los intentos por rescatar a ese mundo de su propia brutalidad sólo pueden producir efectos momentáneos; a la larga, terminarán en fracaso. Cualquier salvavidas que se arroje será manipulado, inexorablemente, para ser transformado en nuevas trampas.
Entonces hace su ingreso la probada y confiable herramienta de la adiaforización: el cálculo sobrio y racional de costos y efectos. El dinero que se invierta en ese tipo de gente será siempre dinero malgastado. Y hay un lujo que no nos podemos dar, como todos coincidirán, y es el de malgastar nuestro dinero. Ni las victimas de la hambruna como sujetos éticos, ni la posición que adoptemos hacia ellos representan un problema moral. La moralidad es sólo para las ferias de caridad, esos momentos de piedad y compasión, explosivos e instantáneos pero de corta vida. Cuando se trata de nuestra responsabilidad colectiva (la de nosotros, los países ricos) por la miseria crónica de los pobres del planeta, aparece el cálculo económico y las reglas del libre mercado, la eficiencia y la productividad reemplazan a los preceptos morales. Donde habla la economía, que la ética calle.
Salvo que se trate, desde luego, de la ética del trabajo , la única variante que toleran las reglas económicas. Esta ética no se opone a que la economía priorice la rentabilidad y la eficacia comercial; por el contrario, son su complemento necesario y siempre bien recibido. Para los países ricos del mundo, y sobre todo para los sectores acaudalados de las sociedades ricas, la ética del trabajo tiene una sola cara. Explica los deberes de quienes luchan contra las dificultades de la supervivencia; nada dice sobre los deberes de quienes lograron escapar de la mera supervivencia y pasaron a tener preocupaciones más importantes y elevadas. En especial, niega que los primeros dependan de los segundos y libera a estos, por lo tanto, de toda responsabilidad hacia aquellos.
En la actualidad, la ética del trabajo es esencial para desacreditar la idea de «dependencia». La dependencia se ha transformado en una mala palabra. Se acusa al Estado del bienestar de fomentarla, de elevarla al nivel de una cultura que se autoperpetúa: y este es el argumento supremo para desmantelar ese Estado. La responsabilidad moral es la primera víctima en esta guerra santa contra la dependencia, puesto que la dependencia del «Otro» es sólo el reflejo de la responsabilidad propia, el punto de partida de cualquier relación moral y el supuesto en que se basa toda acción moral. Al mismo tiempo que denigra la dependencia de los pobres como un pecado, la ética del trabajo, en su versión actual, ofrece un alivio a los escrúpulos morales de los ricos.
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