lunes, 5 de abril de 2021

  Por eso no puede sorprender que, prácticamente en todas partes, el Estado del bienestar se encuentre en retirada. Los escasos países donde las prestaciones sociales permanecen intactas —o donde su desmantelamiento se realiza con lentitud o mala gana— son condenados por imprudentes y anacrónicos, y reciben serias advertencias de los nuevos sabios económicos y las instituciones bancarias internacionales —como le sucede permanentemente a Noruega— contra el peligro del «recalentamiento de la economía» y otros horrores de invención reciente. A los países poscomunistas de Europa oriental y central se les dice, en términos muy precisos, que deben terminar con las protecciones sociales heredadas como condición sine qua non para recibir ayuda exterior y, desde luego, para ingresar en la «familia de las naciones libres». La única elección que la sabiduría económica actual ofrece a los gobiernos es la opción entre un crecimiento veloz del desempleo, como en Europa, y una caída aún más veloz en el ingreso de las clases bajas, como en los Estados Unidos.

    Este país lidera el nuevo mundo libre… libre de beneficios sociales. En los últimos veinte años, los ingresos totales del 20% de las familias estadounidenses más pobres se redujeron en un 21%, mientras que los ingresos totales del 20% más rico de la población aumentaron en un 22%. [77] La redistribución de ingresos desde los más pobres hacia los más ricos crece con una aceleración imparable. Los severos recortes en la asignación de beneficios, realizados recientemente —que recibieron el apoyo entusiasta de las tres cuartas partes de los miembros electos del Congreso («el fin del Estado del bienestar que conocemos», en palabras de Bill Clinton)—, aumentarán de 2 a 5 millones el número de niños que crezcan en la pobreza hasta el año 2006, y multiplicarán el número de ancianos, enfermos y discapacitados que quedarán desprovistos de cualquier forma de asistencia social. En el análisis de Loïc Wacquant, la política social estadounidense ya no se propone hacer retroceder la pobreza, sino reducir el número de pobres, es decir, de personas oficialmente reconocidas como tales y, en consecuencia, con derecho a recibir ayuda: «El matiz es significativo: así como en otros tiempos un buen indio era un indio muerto, actualmente un “buen pobre” es un pobre invisible, una persona que se atiende a sí misma y nada pide. En pocas palabras, alguien que se comporta como si no existiera…» [78] .
    Puede suponerse que, si los pobres intentaran defender lo poco que les queda de aquel escudo protector forjado por las legislaciones sociales, no tardarían en darse cuenta de que carecen de poder negociador para hacerse escuchar; mucho menos para impresionar a sus adversarios. Pero les sería más difícil todavía sacar de su serena imparcialidad a los «ciudadanos comunes», a quienes el coro de políticos exhorta continuamente a votar, no con su mente o su corazón, sino con su bolsillo.

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