domingo, 9 de noviembre de 2025

 “Verástegui y la palabra prohibida”

Imagínate esto: Eduardo Verástegui dice, con voz solemne y gesto de víctima, que el matrimonio es sagrado… pero solo para ciertos humanos. Los demás, dice, pueden casarse, sí, pero con otra palabra. “Demonium”, inventó. Sí, demonium. Como si el amor entre dos personas fuera algo malvado, oscuro, peligroso… y él tuviera el poder de ponerle sello de diabólico.

Aquí está lo ridículo: la palabra “matrimonio” no tiene dueño. Nadie le dio un título de propiedad a los religiosos. No hay registro, no hay impuesto, no hay licencia. Es un concepto que la humanidad ha ido construyendo desde que alguien dijo: “Oye, vamos a vivir juntos y repartir las gallinas”. Y ahora viene Verástegui a decir: “¡Eh! Solo nosotros podemos decir matrimonio”. Como si el lenguaje fuese una finca y el amor un inquilino sin contrato.

Lo más divertido es que el argumento parece tolerante. “No me opongo, solo que llamen de otra manera”. Claro, porque cambiar la etiqueta mágicamente borra todos los derechos que conlleva. No, amigo, no funciona así. Es como decir: “Sí, pueden tener casa propia… pero vamos a llamarle ‘cabaña demoníaca’”. La cabaña sigue siendo tu casa, aunque le pongas un nombre ridículo y malvado.

En resumen, el problema no es el matrimonio, ni la palabra, ni los derechos. El problema es el ego de Verástegui, que cree que puede controlar el diccionario y, de paso, decidir qué es bueno o malo para todos. Y mientras tanto, todos los demás seguimos llamando a las cosas por su nombre y riéndonos de demonium.

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