“Verástegui y la palabra prohibida”
Imagínate
esto: Eduardo Verástegui dice, con voz solemne y gesto de víctima, que
el matrimonio es sagrado… pero solo para ciertos humanos. Los demás,
dice, pueden casarse, sí, pero con otra palabra. “Demonium”, inventó.
Sí, demonium. Como si el amor entre dos personas fuera algo malvado,
oscuro, peligroso… y él tuviera el poder de ponerle sello de diabólico.
Aquí
está lo ridículo: la palabra “matrimonio” no tiene dueño. Nadie le dio
un título de propiedad a los religiosos. No hay registro, no hay
impuesto, no hay licencia. Es un concepto que la humanidad ha ido
construyendo desde que alguien dijo: “Oye, vamos a vivir juntos y
repartir las gallinas”. Y ahora viene Verástegui a decir: “¡Eh! Solo
nosotros podemos decir matrimonio”. Como si el lenguaje fuese una finca y
el amor un inquilino sin contrato.
Lo
más divertido es que el argumento parece tolerante. “No me opongo, solo
que llamen de otra manera”. Claro, porque cambiar la etiqueta
mágicamente borra todos los derechos que conlleva. No, amigo, no
funciona así. Es como decir: “Sí, pueden tener casa propia… pero vamos a
llamarle ‘cabaña demoníaca’”. La cabaña sigue siendo tu casa, aunque le
pongas un nombre ridículo y malvado.
En
resumen, el problema no es el matrimonio, ni la palabra, ni los
derechos. El problema es el ego de Verástegui, que cree que puede
controlar el diccionario y, de paso, decidir qué es bueno o malo para
todos. Y mientras tanto, todos los demás seguimos llamando a las cosas
por su nombre y riéndonos de demonium.
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