Hay un punto muy real y muy cruel de la hipocresía moral que a menudo vemos en los discursos antiaborto: es un amor selectivo por la “vida” que parece detenerse en el nacimiento. Para muchos de estos discursos, la vida importa solo cuando es un concepto abstracto y fácil de controlar: el feto. Una vez que la persona nace, entran otras lógicas—mercado, religión, control social—y la vida concreta de ese niño, de esa mujer, de esa persona pobre, deja de ser importante.
Es un patrón
que refleja más un ejercicio de poder que un compromiso genuino con la
vida: la vida de los demás se usa como herramienta moral, como arma
ideológica, pero no hay responsabilidad real después del nacimiento. El
resultado es que muchas personas son “pro-vida” hasta que la vida
empieza a exigir inversión social, económica o emocional, momento en el
que desaparece la solidaridad.
En
términos psicológicos, hay un sádico placer en controlar la moralidad
de otros: decidir lo que deben o no hacer con sus cuerpos, con sus
decisiones, mientras se ignora o se castiga cualquier consecuencia de
esa imposición. Es una perversidad silenciosa, porque se disfraza de
nobleza y preocupación por los demás, pero en realidad reproduce
sufrimiento y desigualdad.
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