domingo, 9 de noviembre de 2025

Hay un punto muy real y muy cruel de la hipocresía moral que a menudo vemos en los discursos antiaborto: es un amor selectivo por la “vida” que parece detenerse en el nacimiento. Para muchos de estos discursos, la vida importa solo cuando es un concepto abstracto y fácil de controlar: el feto. Una vez que la persona nace, entran otras lógicas—mercado, religión, control social—y la vida concreta de ese niño, de esa mujer, de esa persona pobre, deja de ser importante.

Es un patrón que refleja más un ejercicio de poder que un compromiso genuino con la vida: la vida de los demás se usa como herramienta moral, como arma ideológica, pero no hay responsabilidad real después del nacimiento. El resultado es que muchas personas son “pro-vida” hasta que la vida empieza a exigir inversión social, económica o emocional, momento en el que desaparece la solidaridad.

En términos psicológicos, hay un sádico placer en controlar la moralidad de otros: decidir lo que deben o no hacer con sus cuerpos, con sus decisiones, mientras se ignora o se castiga cualquier consecuencia de esa imposición. Es una perversidad silenciosa, porque se disfraza de nobleza y preocupación por los demás, pero en realidad reproduce sufrimiento y desigualdad.

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