“Ricos que bajan a la calle: la telenovela de la desigualdad disfrazada de entretenimiento”
Si
algo distingue a ciertos programas de televisión desde los años 90
hasta nuestros días, es su capacidad de hacer que la desigualdad parezca
un espectáculo ligero y hasta entrañable. La fórmula es casi siempre la
misma: un rico pierde su fortuna, se mezcla con personas humildes,
aprende una lección de vida, y mágicamente recupera su riqueza al final,
dejando al espectador con un cómodo sentimiento de justicia poética. Es
un ciclo repetitivo que, décadas después, sigue funcionando como un
anestésico emocional para millones de personas.
La
historia de este tipo de contenidos no es trivial. Comenzaron en
telenovelas noventeras mexicanas y latinoamericanas donde la riqueza era
el villano o la protagonista en apuros; luego se transformaron en
reality shows estilo Undercover Boss, y hoy proliferan en TikTok o
Netflix bajo la apariencia de “documentales de vida real” o desafíos
virales. Lo curioso es que, a pesar del cambio de plataforma, la
estructura narrativa permanece intacta: la desigualdad se muestra como
un choque interpersonal entre individuos, nunca como un problema
estructural.
Este formato
cumple una función ideológica muy clara. Por un lado, consolida la idea
de que la riqueza y la pobreza no dependen del sistema económico, sino
del carácter de las personas: los ricos “aprenden” humildad, los pobres
“enseñan” valores morales. Por otro lado, tranquiliza conciencias: los
privilegiados se sienten empáticos sin necesidad de redistribuir nada, y
la clase media cree en la movilidad social meritocrática, aunque las
estadísticas digan lo contrario. La desigualdad deja de ser un tema de
justicia social para convertirse en un drama personal que termina
siempre con final feliz.
El
recurso de “ricos que bajan a la calle” también tiene una dimensión
estética y emocional que explica su longevidad. Los espectadores
disfrutan ver el contraste: la incomodidad del rico, la dignidad del
pobre, los clichés de la “humildad auténtica”. Es entretenimiento que
genera emociones, pero carece de capacidad de cuestionamiento profundo.
Se trata de una narrativa cómoda que permite a la audiencia sentirse
bien mientras consume la evidencia de que el sistema sigue intacto.
Incluso
hoy, con la proliferación de contenidos digitales, este formato
persiste. Cambian los escenarios y los nombres de los programas, pero el
núcleo narrativo sigue igual: la desigualdad se convierte en
espectáculo y la moraleja es individual, no social. La crítica radical
desaparece en un mar de emotividad superficial, y la audiencia termina
convencida de que la empatía personal es suficiente para corregir
problemas estructurales que requieren algo más que lágrimas de
televisión.
En
definitiva, estos programas son cápsulas de nostalgia noventera
adaptadas al presente. Funcionan porque cumplen con tres objetivos
claros: entretener, tranquilizar y reforzar la ideología dominante sin
que nadie se sienta atacado. La riqueza se convierte en fábula, la
pobreza en enseñanza, y la desigualdad en un accidente anecdótico.
Mientras tanto, la realidad económica y social sigue intacta, invisible
para la narrativa, lista para ser reciclada en la siguiente temporada.
En
conclusión, ver a un millonario “descubriendo la vida real” puede ser
entretenido, pero no es un ejercicio de empatía real ni un
cuestionamiento del sistema. Es un recordatorio de que, décadas después,
la televisión sigue buscando formas de mantenernos emocionalmente
cómodos mientras la desigualdad permanece estructuralmente
incuestionable. Y eso, camarada, es tan noventero como preocupante.
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