viernes, 7 de noviembre de 2025

 “Ricos que bajan a la calle: la telenovela de la desigualdad disfrazada de entretenimiento”


Si algo distingue a ciertos programas de televisión desde los años 90 hasta nuestros días, es su capacidad de hacer que la desigualdad parezca un espectáculo ligero y hasta entrañable. La fórmula es casi siempre la misma: un rico pierde su fortuna, se mezcla con personas humildes, aprende una lección de vida, y mágicamente recupera su riqueza al final, dejando al espectador con un cómodo sentimiento de justicia poética. Es un ciclo repetitivo que, décadas después, sigue funcionando como un anestésico emocional para millones de personas.

La historia de este tipo de contenidos no es trivial. Comenzaron en telenovelas noventeras mexicanas y latinoamericanas donde la riqueza era el villano o la protagonista en apuros; luego se transformaron en reality shows estilo Undercover Boss, y hoy proliferan en TikTok o Netflix bajo la apariencia de “documentales de vida real” o desafíos virales. Lo curioso es que, a pesar del cambio de plataforma, la estructura narrativa permanece intacta: la desigualdad se muestra como un choque interpersonal entre individuos, nunca como un problema estructural.

Este formato cumple una función ideológica muy clara. Por un lado, consolida la idea de que la riqueza y la pobreza no dependen del sistema económico, sino del carácter de las personas: los ricos “aprenden” humildad, los pobres “enseñan” valores morales. Por otro lado, tranquiliza conciencias: los privilegiados se sienten empáticos sin necesidad de redistribuir nada, y la clase media cree en la movilidad social meritocrática, aunque las estadísticas digan lo contrario. La desigualdad deja de ser un tema de justicia social para convertirse en un drama personal que termina siempre con final feliz.

El recurso de “ricos que bajan a la calle” también tiene una dimensión estética y emocional que explica su longevidad. Los espectadores disfrutan ver el contraste: la incomodidad del rico, la dignidad del pobre, los clichés de la “humildad auténtica”. Es entretenimiento que genera emociones, pero carece de capacidad de cuestionamiento profundo. Se trata de una narrativa cómoda que permite a la audiencia sentirse bien mientras consume la evidencia de que el sistema sigue intacto.

Incluso hoy, con la proliferación de contenidos digitales, este formato persiste. Cambian los escenarios y los nombres de los programas, pero el núcleo narrativo sigue igual: la desigualdad se convierte en espectáculo y la moraleja es individual, no social. La crítica radical desaparece en un mar de emotividad superficial, y la audiencia termina convencida de que la empatía personal es suficiente para corregir problemas estructurales que requieren algo más que lágrimas de televisión.

En definitiva, estos programas son cápsulas de nostalgia noventera adaptadas al presente. Funcionan porque cumplen con tres objetivos claros: entretener, tranquilizar y reforzar la ideología dominante sin que nadie se sienta atacado. La riqueza se convierte en fábula, la pobreza en enseñanza, y la desigualdad en un accidente anecdótico. Mientras tanto, la realidad económica y social sigue intacta, invisible para la narrativa, lista para ser reciclada en la siguiente temporada.

En conclusión, ver a un millonario “descubriendo la vida real” puede ser entretenido, pero no es un ejercicio de empatía real ni un cuestionamiento del sistema. Es un recordatorio de que, décadas después, la televisión sigue buscando formas de mantenernos emocionalmente cómodos mientras la desigualdad permanece estructuralmente incuestionable. Y eso, camarada, es tan noventero como preocupante.

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