La Imposibilidad de Persuadir a los Radicalizados y el Mercado Político de las Revoluciones de Colores
En
tiempos de polarización extrema, se ha vuelto casi un acto de
ingenuidad intentar cambiar la opinión de quienes están ideológicamente
radicalizados. Las discusiones políticas ya no se libran en el terreno
de los argumentos racionales, sino en el de identidades emocionales
profundamente arraigadas. En este contexto, analizar cómo operan las
estrategias de manipulación política —especialmente en escenarios de
movilización social como las “revoluciones de colores”— permite
comprender por qué ciertos discursos triunfan y por qué otros no tienen
efecto alguno. Este ensayo explora dos ideas interconectadas: la casi
imposibilidad de transformar la visión política de un radicalizado y el
papel que juegan los sectores apolíticos y centristas como objetivo
central de las estrategias de cambio político.
La muralla cognitiva de la mente radicalizada
La
mente de un individuo radicalizado está protegida por una serie de
mecanismos psicológicos que blindan su sistema de creencias. Cuando una
persona adopta una postura ideológica extrema, no solo asume una serie
de ideas: adopta una identidad. Defenderla se convierte en una forma de
autopreservación. De ahí que los datos, por sí solos, resulten inútiles.
La evidencia ya no se procesa como información, sino como amenaza.
El
sesgo de confirmación lleva a reinterpretar cualquier hecho que
contradiga la narrativa propia, ajustándolo hasta que encaje con la
visión preexistente. A esto se suman factores como la presión social del
grupo, la reducción del esfuerzo cognitivo al evitar cuestionamientos
complejos, y explicaciones psicoanalíticas que, como las freudianas,
entienden la defensa de las creencias como una protección del yo frente a
la angustia. Por ello, disputar políticamente con un radicalizado es
tan improductivo como discutir con un espejo deformado: la realidad se
refleja, pero siempre a su manera.
El blanco real de la propaganda: centristas y apolíticos
Si
los extremos son impermeables, ¿para quién se diseñan los discursos que
circulan en momentos de crisis política? Aquí entran en escena las
llamadas revoluciones de colores —procesos de movilización social que
buscan alterar gobiernos a través de protestas masivas— cuyo éxito no
depende de convencer a grupos ideologizados, sino de capturar la mente y
la emoción de los sectores menos politizados.
Los
discursos predominantes en estas movilizaciones suelen estar cargados
de mensajes emocionalmente atractivos y políticamente vacíos: “No más
corrupción”, “Es hora de un cambio”, “El pueblo ya despertó”. Su fuerza
no reside en su profundidad, sino en su ambigüedad. No requieren
análisis ni contexto; solo adhesión. Son consignas diseñadas para que
cualquiera pueda llenarlas con su propia interpretación, especialmente
quienes no cuentan con marcos conceptuales sólidos para entender la
complejidad política.
El
ciudadano apolítico y el centrista sin formación ideológica se
convierten entonces en el terreno fértil para estas narrativas. Sus
dolores son reales, sus quejas suelen tener fundamento, pero su falta de
análisis político los vuelve vulnerables. No reconocen quién dirige el
movimiento, a quién beneficia, ni qué fuerzas están disputando el poder.
Solo ven una causa aparentemente noble y se suman.
La tragedia de la indignación cooptada
La
paradoja central es dolorosa: quienes salen a las calles con un reclamo
genuino pueden terminar actuando en contra de sus propios intereses. En
ausencia de pensamiento crítico y educación política, la indignación
—que podría ser un motor de transformación profunda— es absorbida por
agendas ajenas. La energía que nace de la frustración ciudadana se
transforma en combustible para proyectos de poder que no buscan
emancipar, sino sustituir élites.
Así,
el ciudadano que marcha convencido de luchar contra la corrupción puede
estar respaldando, sin saberlo, a grupos que desean capturar el Estado
para continuar violando las mismas prácticas que dice combatir. La
movilización, sin claridad ideológica, se convierte en manipulación.
Conclusión
Cambiar
la opinión de un radicalizado es casi imposible, porque no se discute
con ideas, sino con identidades enquistadas. Por ello, quienes buscan
alterar procesos políticos no invierten energía en convencerlos; el
verdadero botín son los millones de ciudadanos sin formación política,
sin lenguaje para comprender el poder y sin herramientas para detectar
quién dirige la indignación colectiva. Las revoluciones de colores, y en
general cualquier operación de manipulación política, triunfan cuando
el dolor legítimo de las personas es desviado hacia fines que no les
pertenecen.
El reto para
cualquier sociedad democrática es claro: politizar a los apolíticos, no
para radicalizarlos, sino para vacunarlos contra la manipulación. Porque
una ciudadanía informada no es combustible para guerras de élites, sino
un freno contra ellas.
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