sábado, 8 de noviembre de 2025

 La Imposibilidad de Persuadir a los Radicalizados y el Mercado Político de las Revoluciones de Colores

En tiempos de polarización extrema, se ha vuelto casi un acto de ingenuidad intentar cambiar la opinión de quienes están ideológicamente radicalizados. Las discusiones políticas ya no se libran en el terreno de los argumentos racionales, sino en el de identidades emocionales profundamente arraigadas. En este contexto, analizar cómo operan las estrategias de manipulación política —especialmente en escenarios de movilización social como las “revoluciones de colores”— permite comprender por qué ciertos discursos triunfan y por qué otros no tienen efecto alguno. Este ensayo explora dos ideas interconectadas: la casi imposibilidad de transformar la visión política de un radicalizado y el papel que juegan los sectores apolíticos y centristas como objetivo central de las estrategias de cambio político.

La muralla cognitiva de la mente radicalizada

La mente de un individuo radicalizado está protegida por una serie de mecanismos psicológicos que blindan su sistema de creencias. Cuando una persona adopta una postura ideológica extrema, no solo asume una serie de ideas: adopta una identidad. Defenderla se convierte en una forma de autopreservación. De ahí que los datos, por sí solos, resulten inútiles. La evidencia ya no se procesa como información, sino como amenaza.

El sesgo de confirmación lleva a reinterpretar cualquier hecho que contradiga la narrativa propia, ajustándolo hasta que encaje con la visión preexistente. A esto se suman factores como la presión social del grupo, la reducción del esfuerzo cognitivo al evitar cuestionamientos complejos, y explicaciones psicoanalíticas que, como las freudianas, entienden la defensa de las creencias como una protección del yo frente a la angustia. Por ello, disputar políticamente con un radicalizado es tan improductivo como discutir con un espejo deformado: la realidad se refleja, pero siempre a su manera.

El blanco real de la propaganda: centristas y apolíticos

Si los extremos son impermeables, ¿para quién se diseñan los discursos que circulan en momentos de crisis política? Aquí entran en escena las llamadas revoluciones de colores —procesos de movilización social que buscan alterar gobiernos a través de protestas masivas— cuyo éxito no depende de convencer a grupos ideologizados, sino de capturar la mente y la emoción de los sectores menos politizados.

Los discursos predominantes en estas movilizaciones suelen estar cargados de mensajes emocionalmente atractivos y políticamente vacíos: “No más corrupción”, “Es hora de un cambio”, “El pueblo ya despertó”. Su fuerza no reside en su profundidad, sino en su ambigüedad. No requieren análisis ni contexto; solo adhesión. Son consignas diseñadas para que cualquiera pueda llenarlas con su propia interpretación, especialmente quienes no cuentan con marcos conceptuales sólidos para entender la complejidad política.

El ciudadano apolítico y el centrista sin formación ideológica se convierten entonces en el terreno fértil para estas narrativas. Sus dolores son reales, sus quejas suelen tener fundamento, pero su falta de análisis político los vuelve vulnerables. No reconocen quién dirige el movimiento, a quién beneficia, ni qué fuerzas están disputando el poder. Solo ven una causa aparentemente noble y se suman.

La tragedia de la indignación cooptada

La paradoja central es dolorosa: quienes salen a las calles con un reclamo genuino pueden terminar actuando en contra de sus propios intereses. En ausencia de pensamiento crítico y educación política, la indignación —que podría ser un motor de transformación profunda— es absorbida por agendas ajenas. La energía que nace de la frustración ciudadana se transforma en combustible para proyectos de poder que no buscan emancipar, sino sustituir élites.

Así, el ciudadano que marcha convencido de luchar contra la corrupción puede estar respaldando, sin saberlo, a grupos que desean capturar el Estado para continuar violando las mismas prácticas que dice combatir. La movilización, sin claridad ideológica, se convierte en manipulación.

Conclusión

Cambiar la opinión de un radicalizado es casi imposible, porque no se discute con ideas, sino con identidades enquistadas. Por ello, quienes buscan alterar procesos políticos no invierten energía en convencerlos; el verdadero botín son los millones de ciudadanos sin formación política, sin lenguaje para comprender el poder y sin herramientas para detectar quién dirige la indignación colectiva. Las revoluciones de colores, y en general cualquier operación de manipulación política, triunfan cuando el dolor legítimo de las personas es desviado hacia fines que no les pertenecen.

El reto para cualquier sociedad democrática es claro: politizar a los apolíticos, no para radicalizarlos, sino para vacunarlos contra la manipulación. Porque una ciudadanía informada no es combustible para guerras de élites, sino un freno contra ellas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario