martes, 4 de noviembre de 2025

 El arte domesticado: cuando la rebeldía se volvió marca


¿Te has dado cuenta de que últimamente todos los artistas se quejan de que “no hay libertad de expresión”?
Sí, los mismos que salen en prime time, en todas las portadas, con contratos de streaming, becas, giras y alfombras rojas. Pobrecitos, los tienen amordazados… con un micrófono de oro.

En América Latina tenemos una especie rara de rebeldía gourmet: el artista que se disfraza de antisistema, pero cena con los dueños del sistema. Critican al gobierno “represor” desde el escenario de un festival patrocinado por una cervecera transnacional.
Eso sí: siempre con buena luz y filtro vintage, porque la revolución tiene que verse bien en Instagram.

Mira a muchos de ellos: antes gritaban “¡El pueblo unido jamás será vencido!”
Ahora gritan “¡Sígueme en Spotify Premium!”
El arte dejó de ser un grito y se volvió una marca registrada.

Los medios los presentan como “valientes” por criticar al presidente, cuando lo más valiente que han hecho últimamente es tuitear desde un iPhone de 40 mil pesos.
Y claro, nunca critican al empresario que despide obreros, ni al banquero que financia guerras. No. Esos son sus patrocinadores.

En México, por ejemplo, los vemos hablando de “censura” mientras están en todas las entrevistas.
—“Nos quieren callar.”
—Hermano, si te quieren callar, te están haciendo pésimo el favor. No has dejado de hablar en tres meses.

Y ni hablar de los cantantes que se dicen “de izquierda” pero cobran en dólares en Miami.
O los actores que hacen campañas por “la libertad” mientras le ruegan a Televisa o Netflix que los vuelva a contratar.

La libertad, para ellos, es eso que exigen cuando el rating baja.

Pero no nos hagamos tontos, camarada: el sistema sabe que un artista dócil vale más que un político corrupto.
El político roba dinero, pero el artista roba conciencia.
Y eso se paga mejor.

Los rebeldes de hoy no lanzan piedras, lanzan merch.
No pintan murales, pintan colaboraciones con marcas.
No luchan contra el poder, negocian con él.

En toda América Latina hay una élite cultural que vive convencida de que el pueblo es bruto, que no entiende el arte, que no sabe votar ni pensar.
Y por eso, cada vez que un gobierno intenta mover un poco la balanza hacia abajo, ellos gritan:
—“¡Autoritarismo!”
Claro, autoritarismo es que ya no les inviten al festival con viáticos incluidos.

El arte que nació para incomodar terminó sirviendo de masaje ideológico.
Los que antes hacían del escenario una trinchera, hoy lo usan de espejo.
Y cuando alguien realmente habla desde abajo, lo llaman “populista” o “resentido”.

Pero el arte verdadero, ese que duele y despierta, sigue existiendo.
Solo que no lo ves en los grandes teatros ni en las ferias del libro.
Está en las calles, en las canciones anónimas, en los murales de barrio, en los poetas que no tienen editorial ni manager.
En los que no necesitan permiso de nadie para decir la verdad.

Porque, camarada, la libertad de expresión no se mide por cuántas veces te quejas sin castigo…
sino por cuántas veces te atreves a hablar aunque el castigo sea inevitable.

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