miércoles, 2 de julio de 2025

 ¿En qué sentido somos libres?


Vivimos dentro de un sistema autorreforzante donde cada elección que no transforma nada alimenta la ilusión colectiva de que el cambio radical no solo es improbable, sino absolutamente imposible. La maquinaria institucional se presenta como un teatro de participación, donde se nos otorga el derecho al voto pero se nos niega el derecho al poder. Y lo más alarmante: esta farsa ha logrado instalarse en el imaginario popular como la cúspide de la libertad.

Los datos, sin embargo, desnudan la realidad. Investigaciones rigurosas, como las realizadas por la Universidad de Princeton, han demostrado que las preferencias políticas del 90% de la población tienen una influencia estadísticamente insignificante en las decisiones legislativas. En contraste, las demandas de las élites económicas —corporaciones, lobbies, grandes fortunas— encuentran eco inmediato en las políticas públicas. En otras palabras: el sistema escucha, pero solo a quien puede pagar la entrada.

Esto plantea una pregunta tan incómoda como inevitable:
Si nuestras decisiones no pueden alterar las estructuras económicas que determinan nuestra vida cotidiana —el acceso a la salud, la vivienda, el trabajo, el tiempo—, ¿en qué sentido somos realmente libres?

Porque votar cada seis años, sin capacidad de incidir en las reglas del juego, no es libertad: es simulacro.
Porque elegir entre dos candidatos financiados por los mismos intereses económicos no es democracia: es menú restringido.
Porque vivir atrapados en una economía que pone las ganancias por encima de la vida no es una elección: es una condena estructural.

La libertad política sin soberanía económica es un espejismo. No puede haber auténtica autodeterminación si las decisiones fundamentales sobre cómo producimos, distribuimos y vivimos están secuestradas por una minoría que no fue elegida, no rinde cuentas y no comparte el destino de la mayoría.

Y sin embargo, seguimos votando. No porque creamos que cambiará algo, sino porque la alternativa —reconocer la magnitud del engaño— resulta insoportable para muchos. Así, el sistema se autorreproduce: cada elección fallida fortalece la idea de que otra forma de organización social es inviable, utópica o incluso peligrosa.

Pero hay que decirlo con todas sus letras:
La verdadera utopía es creer que el orden actual puede sostenerse eternamente sin estallar.

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