¿En qué sentido somos libres?
Vivimos
dentro de un sistema autorreforzante donde cada elección que no
transforma nada alimenta la ilusión colectiva de que el cambio radical
no solo es improbable, sino absolutamente imposible. La maquinaria
institucional se presenta como un teatro de participación, donde se nos
otorga el derecho al voto pero se nos niega el derecho al poder. Y lo
más alarmante: esta farsa ha logrado instalarse en el imaginario popular
como la cúspide de la libertad.
Los
datos, sin embargo, desnudan la realidad. Investigaciones rigurosas,
como las realizadas por la Universidad de Princeton, han demostrado que
las preferencias políticas del 90% de la población tienen una influencia
estadísticamente insignificante en las decisiones legislativas. En
contraste, las demandas de las élites económicas —corporaciones,
lobbies, grandes fortunas— encuentran eco inmediato en las políticas
públicas. En otras palabras: el sistema escucha, pero solo a quien puede
pagar la entrada.
Esto plantea una pregunta tan incómoda como inevitable:
Si
nuestras decisiones no pueden alterar las estructuras económicas que
determinan nuestra vida cotidiana —el acceso a la salud, la vivienda, el
trabajo, el tiempo—, ¿en qué sentido somos realmente libres?
Porque votar cada seis años, sin capacidad de incidir en las reglas del juego, no es libertad: es simulacro.
Porque elegir entre dos candidatos financiados por los mismos intereses económicos no es democracia: es menú restringido.
Porque
vivir atrapados en una economía que pone las ganancias por encima de la
vida no es una elección: es una condena estructural.
La
libertad política sin soberanía económica es un espejismo. No puede
haber auténtica autodeterminación si las decisiones fundamentales sobre
cómo producimos, distribuimos y vivimos están secuestradas por una
minoría que no fue elegida, no rinde cuentas y no comparte el destino de
la mayoría.
Y sin
embargo, seguimos votando. No porque creamos que cambiará algo, sino
porque la alternativa —reconocer la magnitud del engaño— resulta
insoportable para muchos. Así, el sistema se autorreproduce: cada
elección fallida fortalece la idea de que otra forma de organización
social es inviable, utópica o incluso peligrosa.
Pero hay que decirlo con todas sus letras:
La verdadera utopía es creer que el orden actual puede sostenerse eternamente sin estallar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario