martes, 1 de julio de 2025

 Antes de criminalizar a una mujer por abortar, habría que preguntarse por qué quienes se dicen defensores de “la vida” no empiezan por salvar a los niños que ya nacieron: los que trabajan en las calles, los que son víctimas de abuso, explotación, hambre o abandono. Si no pueden —o no quieren— hacerse cargo de ellos, entonces su postura contra el aborto no se sostiene en la compasión, sino en la hipocresía.

La defensa de “la vida” no puede limitarse a un embrión. ¿Dónde están cuando un niño muere desnutrido, o cuando una madre sin recursos es forzada a criar en la miseria? ¿Dónde están cuando se cierran comedores, cuando no hay acceso a salud mental, cuando las mujeres que abortan son tratadas como criminales? Su silencio ante estas injusticias revela que no les interesa proteger vidas, sino castigar decisiones que no encajan con su ideología.

Es aún más grave cuando ese castigo se impone desde creencias religiosas. El Estado no debe actuar como un brazo de la fe. El aborto legal no obliga a nadie a abortar, pero penalizarlo sí obliga a muchas mujeres —sobre todo pobres— a arriesgar sus cuerpos y sus vidas. Y quienes exigen eso con una sonrisa moralista, con una Biblia en la mano y sin ofrecer amor, cuidado ni contención, no defienden la vida: ejercen crueldad en nombre de una virtud falsa.

No se trata de estar “a favor del aborto”. Se trata de defender el derecho a decidir, y de exigir coherencia a quienes se proclaman defensores de la vida. Si no están dispuestos a cuidar a esos niños no deseados, si no construyen un mundo donde todas puedan maternar por elección y no por obligación, entonces no tienen autoridad moral para oponerse al derecho al aborto.

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