Estados Unidos, el Reino Unido y la mayor parte de Europa comenzaron la segunda década del siglo XXI enfrentados a unas desigualdades económicas y sociales más extremas que nunca desde los tiempos de la Gilded Age (la Edad Dorada) de finales del siglo XIX en Estados Unidos, y solo comparables a la de algunos de los países más pobres del mundo. Pese a una década previa de crecimiento digital explosivo en la que se habían producido fenómenos como el «milagro Apple» y la penetración de internet en la vida cotidiana, las peligrosas divisiones sociales observadas daban a entender que se avecinaba un futuro más estratificado y antidemocrático todavía. «En la era de la nueva estabilización de consenso de la política financiera —escribió un economista estadounidense por aquel entonces—, la economía ha experimentado la mayor transferencia de renta hacia sus estratos superiores de toda la historia.» Un aleccionador informe de 2016 elaborado por el Fondo Monetario Internacional alertaba de la inestabilidad reinante y concluía que las tendencias globales hacia el neoliberalismo «no habían ofrecido los resultados esperados». De hecho, la desigualdad había disminuido significativamente «el nivel y la durabilidad del crecimiento», y, al mismo tiempo, había incrementado la volatilidad y había creado una vulnerabilidad permanente a las crisis económicas. Bajo la égida de la libertad de mercado, el proyecto de búsqueda de una vida eficaz había llegado al borde del colapso. Dos años después de los disturbios del norte de Londres, una investigación llevada a cabo en el Reino Unido mostró que, en 2013, la pobreza atribuible a la baja formación y al desempleo excluía ya a casi un tercio de la población de las actividades de participación social común. Otro informe, también británico, concluía por entonces que «los trabajadores con ingresos bajos o medios están sufriendo el mayor descenso de su nivel de vida desde que se tienen registros fiables, es decir, desde mediados del siglo XIX ». En 2015, las medidas de austeridad habían eliminado ya un 19 % (18.000 millones de libras) del presupuesto conjunto de las autoridades locales, habían forzado un recorte del 8 % en el gasto en protección a la infancia y habían provocado que ciento cincuenta mil pensionistas hubieran dejado de tener acceso a servicios vitales. En 2014, casi la mitad de la población estadounidense vivía en una situación de pobreza funcional, y el salario más alto del 50 % de los asalariados peor remunerados se situaba en apenas unos 34.000 dólares anuales. Según una encuesta de 2012 del Departamento de Agricultura del Gobierno federal de Estados Unidos, cerca de millones de personas vivían en hogares con «inseguridad alimentaria».
Shoshana Zuboff
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