Una política monetaria demasiado rígida disminuye la inversión. La menor inversión frena el crecimiento y la creación de empleo. Puede que esto no plantee un problema enorme a países ricos con un nivel de vida ya elevado, una provisión generosa del Estado de bienestar social y bajo índice de pobreza, pero es un desastre para las naciones subdesarrolladas que requieren desesperadamente más inversiones y empleo y a menudo tratan de manejar un alto grado de desigualdad de ingresos sin recurrir a un programa de redistribución a gran escala que, de todos modos, puede ocasionar más problemas de los que resuelve. Dados los costes de adoptar una política monetaria restringida, dar independencia al banco central con el único propósito de controlar la inflación es lo último que un país en vías de desarrollo debe hacer, porque consolidará institucionalmente un programa macroeconómico monetarista que resulta especialmente inadecuado para esas naciones. Tanto más cuanto que en realidad no existe ninguna evidencia clara de que una mayor independencia del banco central rebaje el índice inflacionario en los países en desarrollo, y todavía menos ayuda a alcanzar otros objetivos deseables, como más crecimiento y menos desempleo. Es un mito que los banqueros centrales son tecnócratas no partidistas. Es bien sabido que tienden a escuchar con gran atención la opinión del sector financiero y a poner en práctica políticas que lo favorecen, en caso necesario a costa de la industria manufacturera o los asalariados. Así pues, darles independencia les permite adoptar políticas que favorecen a sus integrantes naturales sin que lo parezca. La predisposición política sería aún peor si les dijéramos explícitamente que no deben preocuparse de ningún objetivo político que no sea la inflación. Además, la independencia del banco central plantea un problema importante para la responsabilidad democrática. La cara B del argumento de que los banqueros centrales pueden tomar buenas decisiones solo porque sus empleos no dependen de contentar al electorado es que pueden emprender políticas que perjudican impunemente a la mayoría de la población, sobre todo si se les dice que no se preocupen más que del índice de inflación. Los banqueros centrales deben ser supervisados por políticos electos, para que sean, aunque sea de lejos, sensibles a la voluntad popular. Es precisamente por eso por lo que los estatutos de la Junta de Gobernadores del Sistema de Reserva Federal de Estados Unidos definen como su responsabilidad primera "dirigir la política monetaria de la nación influyendo en las condiciones monetarias y crediticias de la economía en busca del máximo empleo, precios estables y tipos de interés moderados a largo plazo y que su presidente está sometido a interrogatorio por parte del Congreso. Resulta irónico, pues, que el gobierno estadounidense se comporte internacionalmente como un mal samaritano y anime a los países en vías de desarrollo a crear un banco central independiente exclusivamente centrado en la inflación.
Ha Joon Chang
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