La destrucción y la reconstrucción de la sociedad, y la purificación de la especie humana, se emprendieron en nombre de la «clase» en la Unión Soviética de Stalin y de la «raza» en la Alemania de Hitler. Cada régimen inventó sus propios «exogrupos», preseleccionados para la extinción asesina —el pueblo judío, los gitanos, los homosexuales y los revolucionarios en Alemania y la Europa del Este; sectores enteros de la población en la Rusia de Stalin—, y sus «endogrupos», obligados a entregarse en cuerpo y alma al régimen. 29 De ese modo, los regímenes totalitarios podrían alcanzar su fantástico objetivo del «pueblo uno», como lo describió Claude Lefort: «La unanimidad social se corresponde con la unanimidad interior, mantenida por medio de un odio activado contra los “enemigos del pueblo”». 30 El poder totalitario no puede lograr su objetivo por control remoto. La sola conformidad es insuficiente. Debe apoderarse de todas las vidas interiores individuales y transformarlas mediante la amenaza constante de un castigo sin delito previo. El asesinato en masa justifica economías de escala —los campos, las masacres, los gulags—, pero para el resto, el terror es más minucioso, como hecho a mano, y tiene como propósito rehacer todos los aspectos del individuo desde dentro y hacia fuera: su corazón, su mente, su sexualidad, su personalidad y su espíritu. Esta labor artesanal requiere de una detallada orquestación del aislamiento, la angustia, el miedo, la persuasión, la fantasía, los anhelos, la inspiración, la tortura, el terror y la vigilancia. Arendt se refirió al implacable proceso de «atomización» y fusión con el que el terror destruye los lazos humanos corrientes de leyes, normas, confianzas y afectos «que proporcionan el espacio vital para la libertad del individuo». El «cinturón de hierro» del terror «aprieta sin piedad a los hombres [...] unos contra otros hasta que el espacio mismo de la acción libre [...] desaparece». El terror «fabrica la unicidad de todos los hombres».
Shoshana Zuboff
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