Hace ya tiempo que se debate si el capitalismo podría haberse desarrollado sin los recursos coloniales de los siglos XVI-XVIII: metales preciosos utilizados como moneda, fuentes de alimento adicionales como la patata y el azúcar, e insumos industriales como el algodón [4] . Si bien es indudable que los colonizadores se beneficiaron enormemente con estos recursos, cabe señalar que esos países probablemente habrían desarrollado el capitalismo aun sin ellos. Lo que sí está fuera de toda duda, sin embargo, es que el colonialismo devastó a las sociedades colonizadas. Las poblaciones nativas fueron exterminadas o condenadas al ostracismo. Sus tierras, así como los recursos de la superficie y las profundidades, les fueron usurpadas. La marginación de los pueblos indígenas ha sido tan amplia y profunda que Evo Morales, el actual presidente de Bolivia (electo en 2006), es el segundo jefe de Estado de origen indígena en América desde que los europeos llegaron a ese continente en 1492 (el primero fue Benito Juárez, presidente de México entre 1858 y 1872). Millones de africanos —unos doce según la mayoría de las estimaciones — fueron capturados y embarcados como esclavos por los europeos y los árabes. Esto no solo fue una tragedia para aquellos que terminaron esclavizados (en caso de haber sobrevivido a las atroces condiciones del viaje), sino que también vació de trabajadores a muchas sociedades africanas y destruyó el tejido social. Se inventaron países con fronteras arbitrarias, algo que afectó —y sigue afectando hasta hoy— a las políticas internas e internacionales de esos países. El hecho de que tantas fronteras en África sean líneas rectas da fe de ello; las fronteras naturales nunca son rectas, porque suelen ser trazadas a lo largo de ríos, cadenas montañosas y otros accidentes geográficos. El colonialismo significó con frecuencia la destrucción deliberada de las actividades productivas existentes en las regiones económicamente más avanzadas. Más importante aún: en 1700 Gran Bretaña prohibió la importación de tejidos de algodón indios (calicós)para promover su industria textil algodonera, asestándole así un duro golpe a la industria india. El tiro de gracia llegó a mediados del siglo XIX con el flujo de exportaciones procedentes de la para entonces mecanizada industria textil británica. Como colonia, la India no podía valerse de aranceles y otras medidas políticas para proteger a sus productores contra las importaciones británicas. En 1835, lord Bentinck, gobernador general de la Compañía de las Indias Orientales, dejó claro para la historia que «los huesos de los tejedores de algodón blanquean las llanuras de India»
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