En décadas recientes, la clase media ha mantenido su poder adquisitivo endeudándose cada vez más, pero ahora sabemos bien que este modelo no es viable. En la actualidad, se abusa de la sentencia que dice: «aquellos que no están dispuestos a trabajar no tendrán para comer», y se utiliza para legitimar la desigualdad. Que no se me malinterprete, el capitalismo es un motor fantástico para la prosperidad. «Ha conseguido maravillas que superan con creces las pirámides egipcias, los acueductos romanos y las catedrales góticas», como escribieron Karl Marx y Friedrich Engels en su Manifiesto comunista. No obstante, precisamente porque ahora somos más ricos que nunca, está en nuestras manos dar el siguiente paso en la historia del progreso: ofrecer a cada persona la seguridad de una renta básica. Es por lo que el capitalismo debería haber luchado desde el principio. Y debería verlo como un dividendo del progreso que han hecho posible la sangre, el sudor y las lágrimas de generaciones pasadas. En último término, sólo una parte de nuestra prosperidad se debe a nuestros propios esfuerzos. Nosotros, los habitantes de la tierra de la abundancia, somos ricos gracias a las instituciones, el conocimiento y el capital social amasado para nosotros por nuestros antepasados. Esta riqueza nos pertenece a todos. Y una renta básica nos permitiría compartirla entre todos. Por supuesto, esto no equivale a decir que deberíamos implementar este sueño sin planificación. Eso podría ser desastroso. Las utopías siempre empiezan en una dimensión modesta, con experimentos que van cambiando el mundo muy lentamente. Ocurrió hace sólo unos años en las calles de Londres, cuando trece vagabundos recibieron 3.000 libras sin que nadie les hiciera ninguna pregunta. Como dijo uno de los trabajadores sociales: «Es muy difícil cambiar de la noche a la mañana la manera de abordar este problema. Experimentos como éste nos permiten hablar de otra manera, pensar de otra manera, describir el problema de otra manera...» Y así es como empieza el progreso.
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