viernes, 29 de octubre de 2021

 Durante los últimos cuatro años, los occidentales hemos comenzado a ver otro tipo de aldea global, donde la desigualdad económica se ensancha y las oportunidades culturales se estrechan.

    Es en la aldea donde algunas multinacionales, lejos de nivelar el juego global con empleos y tecnología para todo el mundo, están carcomiendo los países más pobres y atrasados del mundo para acumular beneficios inimaginables. Es la aldea donde vive Bill Gates y amasa una fortuna de 55.000 millones de dólares mientras la tercera parte de sus empleados están clasificados como temporales, y donde la competencia queda incorporada al monolito de Microsoft o se hunde en la obsolescencia por obra de la última hazaña de creación de software.
    Es la aldea donde estamos mutuamente conectados por una red de marcas, pero el revés de cuya trama consiste en arrabales como los que vi en Yakarta. IBM sostiene que su tecnología está presente en todo el mundo, y es verdad; pero con frecuencia esa presencia significa que los obreros mal pagados del Tercer Mundo fabrican los microcircuitos de ordenador y las baterías que mueven nuestros aparatos. En las afueras de Manila, por ejemplo, conocí una muchacha de diecisiete años que ensambla unidades de CD-ROM de IBM. Le dije cuánto me sorprendía que alguien tan joven pudiera realizar ese trabajo de alta tecnología. «Nosotros hacemos los ordenadores», me dijo, «pero no sabemos manejarlos». Después de todo, parece que nuestro planeta no es tan pequeño.
    Sería ingenuo pensar que los consumidores occidentales no se han beneficiado con las diferencias que hay en el mundo desde los primeros días del colonialismo.

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