lunes, 14 de junio de 2021

En Japón, los ingresos reales medios se quintuplicaron entre 1958 y 1987, en una de las bonanzas económicas más céleres de la historia. Esta avalancha de riqueza, junto a miles de cambios positivos y negativos en los estilos de vida y relaciones sociales japoneses, tuvieron un impacto sorprendentemente reducido en los niveles de bienestar subjetivo en el país. En la década de 1990, los japoneses estaban tan satisfechos (o insatisfechos) como en la década de 1950. Da la impresión de que nuestra felicidad choca contra algún misterioso techo de cristal que no le permite crecer a pesar de todos nuestros logros sin precedentes. Aunque proporcionemos comida gratis para todos, curemos todas las enfermedades y aseguremos la paz mundial, todo ello no hará añicos necesariamente ese techo de cristal. Conseguir la felicidad verdadera no va a ser mucho más fácil que vencer la vejez y la muerte. El techo de cristal de la felicidad se mantiene en su lugar sustentado en dos fuertes columnas: una, psicológica; la otra, biológica. En el plano psicológico, la felicidad depende de expectativas, y no de condiciones objetivas. No nos satisface llevar una vida tranquila y próspera. En cambio, sí nos sentimos satisfechos cuando la realidad se ajusta a nuestras expectativas. La mala noticia es que, a medida que las condiciones mejoran, las expectativas se disparan. Mejoras espectaculares en las condiciones, como las que la humanidad ha experimentado en décadas recientes, se traducen en mayores expectativas y no en una mayor satisfacción. Si no hacemos algo al respecto, también nuestros logros futuros podrían dejarnos tan insatisfechos como siempre. En el plano biológico, tanto nuestras expectativas como nuestra felicidad están determinadas por nuestra bioquímica, más que por nuestra situación económica, social o política. Según Epicuro, somos felices cuando tenemos sensaciones placenteras y nos vemos libres de las desagradables. De manera parecida, Jeremy Bentham sostenía que la naturaleza ofrecía el dominio sobre el hombre a dos amos: el placer y el dolor, y que solo ellos determinan todo lo que hacemos, decimos y pensamos. El sucesor de Bentham, John Stuart Mill, explicaba que la felicidad no es otra cosa que placer y ausencia de dolor, y que más allá del placer y del dolor no hay bien ni mal. Quien intenta deducir el bien y el mal de alguna otra cosa (como la palabra de Dios o el interés nacional) nos engaña, y quizá también se engaña a sí mismo.  En la época de Epicuro, estas ideas eran blasfemas. En la época de Bentham y Mill, eran subversión radical. Pero en el inicio del siglo XXI, son ortodoxia científica. Según las ciencias de la vida, la felicidad y el sufrimiento no son otra cosa que equilibrios diferentes de las sensaciones corporales. Nunca reaccionamos a acontecimientos del mundo exterior, sino solo a sensaciones de nuestro propio cuerpo. Nadie padece por haber perdido el empleo, por haberse divorciado o porque el gobierno decidió entrar en guerra. Lo único que hace que la gente sea desgraciada son las sensaciones desagradables en su propio cuerpo. Ciertamente, perder el empleo puede desencadenar la depresión, pero la propia depresión es una especie de sensación corporal desagradable. Hay mil cosas que pueden enojarnos, pero el enojo nunca es una abstracción. Siempre se siente como una sensación de calor y tensión en el cuerpo, que es lo que hace que el enojo sea tan exasperante. No en vano decimos que «ardemos» de ira. Por el contrario, la ciencia dice que nadie alcanza la felicidad consiguiendo un ascenso, ganando la lotería o incluso encontrando el amor verdadero. La gente se vuelve feliz por una cosa y solo una: las sensaciones placenteras en su cuerpo.

El donjuán que goza de la emoción de un encuentro nocturno, el hombre de negocios que disfruta mordiéndose las uñas mientras ve cómo el Dow Jones sube y baja y el jugador que lo pasa bien matando monstruos en la pantalla del ordenador no encontrarán ninguna satisfacción recordando las aventuras de ayer. Al igual que las ratas que presionan el pedal una y otra vez, también los donjuanes, los magnates de los negocios y los jugadores necesitan un nuevo chute cada día. Peor aún: también aquí las expectativas se adaptan a las condiciones, y los retos de ayer se convierten con demasiada celeridad en el tedio de hoy. Quizá la clave de la felicidad no sea ni la carrera ni la medalla de oro, sino combinar las dosis adecuadas de excitación y tranquilidad; pero la mayoría tendemos a saltar directamente del estrés al aburrimiento y de nuevo al estrés, y estamos igual de descontentos con el uno como con el otro

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