sábado, 29 de mayo de 2021

 Como dice el poema, «Ningún hombre es una isla». En cualquier sociedad, lo que hace una persona puede perjudicar, o beneficiar, a los demás. Los economistas se refieren a esos efectos con el término «externalidades». Cuando quienes causan daño a otros no tienen que asumir las consecuencias plenas de sus actos, tendrán unos incentivos inadecuados para no causarles daño y para tomar las debidas precauciones a fin de evitar el riesgo de un perjuicio. Tenemos leyes destinadas a proporcionar incentivos para que cada uno de nosotros evite daños a los demás, a sus bienes, a su salud y a los bienes públicos (como la naturaleza) de los que disfrutan. Los economistas se han centrado en cómo aportar mejores incentivos para que los individuos y las empresas tengan en cuenta sus externalidades: habría que obligar a los productores de acero a pagar por la contaminación que generan, y quienes provocan accidentes deberían pagar las consecuencias. Nosotros encarnamos esas ideas, por ejemplo, en el principio de «quien contamina, paga», que afirma que los que contaminan deben asumir íntegramente el coste de sus actos. No pagar en su totalidad las consecuencias de nuestras propias acciones —por ejemplo, por la contaminación provocada por la producción— es una subvención. Es equivalente a no pagar íntegramente el precio de la mano de obra o del capital. Algunas grandes empresas que se resisten a pagar por la contaminación que generan hablan de una posible destrucción de puestos de trabajo. Ningún economista sugeriría que habría que mantener unas subvenciones distorsionadoras a la mano de obra o al capital para salvar empleos. No pagar los costes que se imponen al medio ambiente es una forma de subvención que no debería parecer más aceptable. La responsabilidad de mantener la economía en el pleno empleo es tarea de otros, de las políticas monetaria y fiscal.

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