lunes, 12 de abril de 2021

  En cierta ocasión, Confucio y aquellos que le seguían se encontraron con una mujer sentada en el camino que lloraba desconsolada pues un tigre había devorado a su esposo y a su hijo. Sorprendidos por su actitud, le preguntaron por qué continuaba en un lugar en el que podía ser atacada por la fiera, a lo que ella les replicó: «¿Y a qué lugar podría ir? Si me voy de aquí probablemente encontraré un gobernante más cruel». Entonces Confucio miró a sus discípulos y les dijo: «Eso es cierto; un gobernante tirano es mucho peor que un tigre devorador de hombres» Con esas profundas convicciones sobre el modo en que debía conducirse cualquiera que tuviese a su cargo el gobierno de un lugar, Confucio fue de corte en corte exponiendo sus ideas, pero nadie parecía querer escucharle. Éstas resultaban incómodas pues para el filósofo la clave de todo gobierno residía en el ejemplo dado por los gobernantes, en su capacidad para ser hombres nobles. Sólo aquellos que mediante la educación cultivaban las virtudes estaban a su juicio capacitados para regir sabiamente la sociedad. Confucio defendía de este modo la creación de un ideal ético-político que, con el simple hecho de que un buen gobernante se lo propusiera, podría hacerse realidad. En palabras del historiador Morris Rossabi, «los ministros pondrían en práctica la filosofía de Confucio en sus propias vidas y así servirían de modelo para la gente común. Se trataba de una especie de teoría de la “virtud de la gripe” en la que creía Confucio: primero se tiene al gobernante que pone en práctica los ideales, después a sus ministros y luego a la gente común. Es como contagiarse la virtud, del mismo modo que uno se contagia un resfriado».

    En las ideas políticas y sociales de Confucio había una potencia revolucionaria que el filósofo no se molestó en disimular y que, obviamente, no debió de pasar inadvertida para los muchos gobernantes que rechazaron tomarlo a su servicio.

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