A veces, un fabricante de fármacos paga a un médico miles de dólares por labores de asesoramiento. En ocasiones, la empresa presta desinteresadamente un edificio o hace una donación a un departamento de investigación médica con la esperanza de ejercer alguna influencia. Este tipo de acciones generan inmensos conflictos de interés —sobre todo en las facultades de Medicina, donde las inclinaciones farmacológicas pueden transmitirse desde los profesores a los alumnos y a los pacientes.
Duff Wilson, periodista de The New York Times , describió un ejemplo de esta clase de comportamiento. Años atrás, un estudiante de la Facultad de Medicina de Harvard advirtió que su profesor de farmacología publicitaba las ventajas de ciertos fármacos contra el colesterol quitando importancia a los efectos secundarios. El alumno buscó en Google y descubrió que el profesor estaba en la nómina de diez empresas farmacéuticas, cinco de las cuales fabricaban medicamentos contra el colesterol. Y no era él solo. Como decía Wilson, «según las reglas de transparencia de la Facultad, unos 1.600 de los 8.900 profesores y conferenciantes de la Facultad de Medicina de Harvard han informado al decano que ellos o algún miembro de su familia tuvo un interés económico en un negocio relacionado con sus clases, sus investigaciones o su labor de asistencia médica» [2] . Cuando los profesores hacen pasar públicamente recomendaciones farmacológicas por conocimientos académicos, el problema es grave.
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