jueves, 6 de noviembre de 2025

 El genocidio que el mundo decidió olvidar

Durante setenta y cinco años, el Congo fue el infierno en la tierra.
Bajo el dominio del rey Leopoldo II de Bélgica, millones de hombres, mujeres y niños fueron esclavizados, mutilados y asesinados para enriquecer a una monarquía que se autodenominaba “civilizadora”.
Se calcula que diez millones de personas —la mitad de la población del país— murieron durante ese periodo. Sin embargo, este crimen apenas figura en los libros de historia.
¿Por qué el genocidio del Congo no ocupa en la memoria mundial el mismo lugar que el Holocausto?

1. El crimen perfecto del colonialismo

El Holocausto fue juzgado.
Hubo juicios, culpables, documentos, películas, memoriales. El mundo vio los campos de concentración y reconoció el horror.
El genocidio del Congo, en cambio, fue un crimen sin juicio.
El colonialismo nunca se sentó en el banquillo de los acusados; se transformó en “misión civilizadora”, luego en “cooperación”, después en “inversión extranjera”.
El verdugo cambió de nombre, pero nunca soltó el látigo.

2. El silencio como política de Estado

Tras la independencia del Congo en 1960, Bélgica destruyó archivos, ocultó cifras, manipuló fotografías.
Durante generaciones, los manuales escolares europeos presentaron a Leopoldo II como un “benefactor” que llevó hospitales y escuelas a África.
El resultado fue una amnesia colectiva cuidadosamente planificada.
El silencio se convirtió en una forma de absolución.

3. Las víctimas que el mundo no quiso ver

El racismo también selecciona qué tragedias merecen lágrimas.
El Holocausto conmovió a Occidente porque sus víctimas eran europeas, blancas, parte de la “civilización” que se miraba a sí misma en el espejo.
El Congo, en cambio, quedaba lejos.
Los muertos eran negros, y por tanto, para la mentalidad colonial, no eran plenamente humanos.
Por eso el dolor africano no tuvo cámaras, ni juicios, ni memoriales. Solo selvas llenas de huesos.

4. El saqueo continúa

Recordar el genocidio del Congo sería recordar que el saqueo nunca terminó.
El caucho y el marfil de ayer son hoy el cobalto, el coltán y los diamantes que alimentan la tecnología moderna.
Los celulares, las baterías y los autos eléctricos del mundo desarrollado siguen construyéndose con la riqueza arrancada del subsuelo congoleño, muchas veces por manos infantiles.
Admitir el genocidio sería admitir que el colonialismo sigue vivo, disfrazado de mercado global.

5. La memoria incómoda de Europa

Alemania asumió —aunque parcialmente— la culpa del Holocausto.
Bélgica, en cambio, aún se debate entre la vergüenza y la negación.
El rey Felipe expresó hace poco su “profundo pesar”, pero sin pedir perdón ni ofrecer reparación. Mientras tanto, las estatuas de Leopoldo II siguen en pie, custodiadas por la indiferencia.
Europa no ha hecho su duelo porque hacerlo implicaría reconocer que su prosperidad nació del sufrimiento ajeno.

6. Lumumba y la voz que rompió el olvido

Cuando Patrice Lumumba habló el día de la independencia del Congo, no solo denunció la opresión, sino también el silencio.
Su discurso fue una exigencia de memoria.
Dijo ante el rey Balduino:

> “Hemos conocido los golpes, las ironías, las humillaciones… porque éramos negros.”
Y en esa frase resumió un siglo de horror que Europa se negaba a mirar.

Por decir la verdad, fue asesinado.
Porque la verdad, cuando hiere al poder, se convierte en blasfemia.

Epílogo

El Holocausto se recuerda como un abismo de la humanidad.
El Congo, en cambio, sigue siendo una herida oculta bajo el polvo colonial.
Pero la historia no olvida para siempre.
Cada vez que se nombra a Lumumba, a los mutilados del caucho, a los niños sin manos, la memoria se abre paso entre las ruinas.

El genocidio del Congo no tiene monumentos de mármol, pero tiene algo más poderoso: la verdad esperando ser dicha.
Y mientras esa verdad exista, ningún imperio estará a salvo del juicio de la historia.

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