jueves, 25 de septiembre de 2025

 "Los vasallos de terciopelo: traidores elegantes de la soberanía mexicana"

El sueño imperial y la pesadilla del sometimiento

En los años oscuros del siglo XIX, México no solo era un país desgarrado por guerras, traiciones y pobreza: era un campo de batalla entre dos visiones de mundo. De un lado, la república liberal, encabezada por Benito Juárez, que apostaba por una nación soberana, laica, con ciudadanía activa y sin privilegios heredados. Del otro, la élite conservadora —terratenientes, clero, militares y aristócratas criollos— que no creía en el pueblo y que, ante el caos, decidió hacer lo impensable: importar un emperador extranjero.

¿Por qué prefirieron un europeo a un indígena oaxaqueño?

Porque el problema no era solo político, era psicológico. Los conservadores no soportaban la idea de que el poder lo tuviera alguien salido del pueblo, mucho menos un indígena que caminaba con paso firme pero sin apellido rimbombante.
Veían en Juárez una amenaza a sus privilegios, y en Europa una promesa de “civilización”.

Y así, en 1863, invitaron formalmente al archiduque austriaco Maximiliano de Habsburgo a que viniera a gobernar México. Sí, lo invitaron. Como quien pide a un gerente extranjero que venga a poner orden en la empresa familiar que ya no controlan.

¿Y quién los respaldó?

Nada menos que Napoleón III, el emperador francés, que vio la oportunidad de crear un imperio satélite en América y expandir su influencia. Las tropas francesas invadieron México con el pretexto de cobrar una deuda, pero el objetivo real era imponer un monarca a modo.
Maximiliano llegó con su esposa Carlota, con traje de gala, palacios y discursos ilustrados… y con un ejército ocupante detrás.

¿Qué querían los conservadores?

Orden, sí. Pero un orden en el que ellos siguieran mandando, donde la Iglesia tuviera poder absoluto, donde el pueblo no decidiera nada, y donde las decisiones vinieran de Europa, ese lugar que idealizaban como cuna de la cultura y el refinamiento.

Querían una república… sin pueblo.
Una patria… sin soberanía.
Una autoridad… sin legitimidad interna.

¿Qué hicieron los republicanos?

Resistieron. Con menos armas, sin gran apoyo externo y con el país dividido, Juárez se negó a rendirse. Llevó el gobierno al exilio interno, itinerante, cruzando el país con la Constitución en la mano.
La lucha duró años, pero finalmente, gracias a la presión internacional (EE.UU. exigió la retirada francesa tras su Guerra Civil) y a la persistencia de los republicanos, Maximiliano fue capturado y fusilado en 1867.

¿Qué lección nos deja esta traición elegante?

Que cuando las élites no confían en su pueblo, prefieren ser administradores de una colonia ajena que constructores de una nación viva.
Que el verdadero amor a México no se viste de uniforme europeo ni habla con acento extranjero.
Y que toda vez que alguien en el poder hable de “orden”, “progreso” o “modernización” sin consultar al pueblo, hay que preguntar:
¿A quién le están entregando la patria esta vez?

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