domingo, 28 de septiembre de 2025

 Un domingo estaba programada una conferencia de una famosa oradora socialista de Nueva York. Johanna Greie, sobre el caso que se estaba juzgando en ese momento en Chicago. En el día señalado fui la primera en llegar al salón. El enorme lugar se llenó de arriba abajo de hombres y mujeres anhelantes, mientras que la policía se alineaba a lo largo de las paredes. Nunca había estado en un mitin tan grande. En San Petersburgo había visto a los gendarmes dispersar pequeñas reuniones de estudiantes. Pero que, en el país que garantizaba la libertad de expresión, policías armados con largas porras, invadieran una asamblea pacífica, me llenaba de consternación e indignación. Enseguida el presidente anunció a la oradora. Era una mujer de unos treinta años, pálida y de aspecto ascético, con grandes ojos luminosos. Habló con gran seriedad, con una voz vibrante de intensidad. Su estilo me cautivó. Me olvidé de la policía, de la audiencia, y de todo lo que me rodeaba. Sólo era consciente de la frágil mujer de negro que clamaba contra las fuerzas que estaban a punto de destruir ocho vidas humanas. Todo el discurso trataba de los conmovedores acontecimientos de Chicago. Empezó relatando los antecedentes históricos del caso.  Habló de las huelgas que se produjeron en Lodo el país en 1886 en demanda de la jomada de ocho horas. El centro del movimiento fue Chicago y allí la lucha entre los trabajadores y sus jefes se volvió intensa y dura. Una reunión de los trabajadores en huelga de la MeCormick Harvesler Company de aquella ciudad fue atacada por la policía; hombres y mujeres fueron golpeados y varias personas murieron. Para protestar contra aquella atrocidad, se convocó un mitin multitudinario en la plaza de Haymarket para el 4 de mayo. Tomaron la palabra Albert Parsons, Augusl Spies, Adoíph Fischer y otros, y fue tranquila y pacífica. Esto fue testimoniado por Cárter Harrison, alcalde de Chicago, que había asistido al mitin para ver qué es lo que estaba pasando. El alcalde se marchó, satisfecho de que todo iba bien, e informó al capitán del distrito sobre este punto. El cielo se estaba nublando, empezó a caer una lluvia fina, y la gente comenzó a dispersarse, sólo unos pocos se quedaron mientras uno de los últimos oradores se dirigía a la audiencia. Entonces, el capitán Ward, acompañado de una numerosa fuerza policial apareció repentinamente en la plaza. Ordenó a la gente que se dispersara en el acto. «Esto es una asamblea pacífica», respondió el presidente, después de lo cual la policía cargó contra la gente, golpeándolos sin piedad. Entonces algo resplandeció en el aire y explotó, matando a un numero de oficiales de policía e hiriendo a muchos otros. Nunca se supo quién fue el verdadero culpable, y aparentemente las autoridades se esforzaron poco en descubrirle. Por el contrario, se emitieron inmediatamente órdenes de arresto contra lodos los oradores del mitin de Haymarket y otros anarquistas destacados. Toda la prensa y la burguesía de Chicago y del país entero, empezaron a clamar por la sangre de los prisioneros. La policía dirigió una verdadera campaña de terror, apoyada moral y financieramente por la Cilizens’ Association, para promover su plan criminal de deshacerse de los anarquistas. La opinión pública estaba tan excitada por las historias atroces que hacía circular la prensa en contra de los líderes de la huelga, que un juicio justo se hizo imposible. De hecho, el juicio resultó ser la peor maquinación de la historia de los Estados Unidos. El jurado fue seleccionado para que declarara culpables a los acusados; el fiscal del distrito anunció ante la audiencia pública que no sólo los arrestados eran los acusados, sino que también «la anarquía estaba enjuicio» y que debía ser exterminada. El juez censuró repetidamente a los prisioneros desde el estrado, influyendo al jurado en su contra. Los testigos fueron aterrorizados o sobornados, con el resultado de que ocho hombres, inocentes del delito del que se les acusaba, y de ninguna manera en relación con él, fueron declarados culpables. El estado en que se en- Viviendo mi vida 33 con traba la opinión pública y el prejuicio general contra los anarquistas, unidos a la enconada oposición de los empresarios al movimiento por la jornada de ocho horas, constituyeron la atmósfera que favoreció el asesinato judicial de los anarquistas de Chicago. Cinco de ellos —Albert Parsons, August Spies, Louis Lingg, Adolph Fischer y George Engel— fueron sentenciados a morir en la horca; Michael Schwab y Samuel Fielden fueron condenados a cadena perpetua; Neebe recibió una sentencia de quince años. La sangre inocente de los mártires de Haymarket clamaba venganza.

Emma Goldman

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