Recuerdo el día que asistí a mi primera clase universitaria de filosofía. Tenía diecinueve años. Aquella mañana, en un aula iluminada con tubos fluorescentes de la Universidad de Utrecht, oí hablar por primera vez del matemático y filósofo británico Bertrand Russell (1872-1970). Solo necesité unos minutos para convencerme de que aquel hombre era mi nuevo héroe. Russell no solo resultó ser un prodigio de la lógica matemática, sino que además era el fundador de una escuela revolucionaria, un pionero en la reivindicación de los derechos de los homosexuales, un librepensador que comprendió inmediatamente que la Revolución rusa no traería más que desgracias, un antimilitarista que estuvo entre rejas a los 89 años por desobediencia civil, un superviviente de un accidente de aviación y un autor con más de sesenta libros y dos mil artículos a su nombre. Ah, y también ganó el Premio Nobel de Literatura. Pero lo que más admiraba de él era su integridad intelectual. Su fidelidad a la verdad. Russell sabía que es muy humano creer aquello que más nos conviene, y durante toda su vida ofreció resistencia a esa inclinación. Siempre nadó a contracorriente, a pesar del alto precio que tuvo que pagar por ello. Entre todas las cosas que dijo a lo largo de su vida, hay una que se me quedó grabada para siempre. En 1959, en una entrevista para la BBC, le preguntaron cuál era su consejo para las generaciones futuras, y respondió: Cuando estudies alguna cuestión o reflexiones acerca de alguna filosofía, pregúntate únicamente cuáles son los hechos y cuál es la verdad que se sostiene en virtud de esos hechos. No te dejes distraer por lo que quieres creer o por lo que, de ser creído, podría tener en tu opinión un efecto social positivo. Concéntrate única y exclusivamente en los hechos.
Rutger Bregman
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