Para
mí era el colmo. Me vine abajo. No podía soportarlo más. Mi mujer ya
estaba sumida en la desesperación por la pérdida de la vida que antes
teníamos. Yo volví a preguntarme qué había hecho para merecerlo. ¿Rodar
una película? ¿Una película inducía a alguien a volar mi casa? ¿Qué
pasaba por escribir una carta al director? Al parecer mi crimen
consistía en plantear preguntas y presentar ideas a una audiencia masiva
(la clase de actividad que haces de vez en cuando en una democracia).
No se trataba de que mis ideas fueran peligrosas, sino del hecho de que
millones de personas de repente estaban ansiosas por exponerse a ellas. Y
no solo en el cine, y no solo en reuniones de izquierdas. Me invitaron a
hablar de estas ideas en
The View
.
En el programa de Martha Stewart. En el de Oprah Winfrey, ¡cuatro
veces! Y un día allí está Vanna White, dándole la vuelta a las letras de
mi nombre en
La rueda de la fortuna
.
Me permitieron divulgar las ideas de Noam Chomsky y Howard Zinn, de
I. F. Stone y de los hermanos Berrigan por todas partes. Eso desquició a
la derecha. Yo no esperaba que ocurriera. Simplemente, ocurrió.
Y de esta
forma el clamor constante contra mí se hizo más fuerte, los programas
de radio y televisión conservadores en los que participa público por
teléfono me describieron como algo subhumano, una «cosa» que odiaba a
las tropas, la bandera y todo lo que América representa. Con estos
repugnantes epítetos se alimentaba a cucharadas a un público escasamente
educado que se desarrollaba con una dieta de odio e ignorancia y no
tenía ni idea de lo que significaba la palabra «epíteto». Por ejemplo,
Bill O’Reilly haciendo una broma al alcalde Rudolph Giuliani, en directo
en el programa de televisión de Fox News, en febrero de 2004:
—Bueno, yo quiero matar a Michael Moore. ¿Está bien? Muy bien. Y no creo en la pena capital; es solo un chiste sobre Moore.
Ja, ja.
Michael Moore
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