martes, 28 de enero de 2025

 El fermento social, político y artístico de París a mediados del siglo XIX es un fenómeno sin paralelos en la historia europea. Un notable conjunto de poetas, pintores, músicos, escritores, reformadores y teóricos se había reunido en la capital francesa, la cual, bajo la monarquía relativamente tolerante de Luis Felipe, dio asilo a exilados y revolucionarios de muchos países. París ya era conocida por su generosa hospitalidad intelectual; las décadas de 1830 y 1840 fueron años de profunda reacción política en el resto de Europa, y artistas y pensadores en número siempre creciente se congregaron en aquel círculo de luz procedentes de la oscuridad que lo rodeaba, hallando que en París no se veían, como en Berlín, empujados al conformismo por la civilización nativa, ni como en Londres quedaban abandonados fríamente a sí mismos, arracimándose en pequeños grupos aislados, sino que se les recibía libre y hasta entusiastamente y se les franqueaba la puerta de los salones sociales y artísticos que habían sobrevivido a los años de la restauración monárquica. La atmósfera intelectual en la que estos hombres conversaban y escribían era de excitación e idealismo. Una común disposición anímica de protesta apasionada contra el viejo orden, contra reyes y tiranos, contra la Iglesia y el ejército, y sobre todo contra las masas filisteas que nada comprendían, esclavos y opresores enemigos de la vida y de los derechos de la libre personalidad humana, produjo un estimulante sentimiento de solidaridad emocional que unió a aquella sociedad tumultuosa y muy heterogénea. Cultivábanse intensamente las emociones, expresábanse en frases ardientes los sentimientos y creencias individuales, los gritos de combate revolucionarios y humanitarios los repetían con fervor hombres que estaban dispuestos a no traicionarlos; fue aquélla una década durante la cual se desarrolló un tráfico internacional de ideas, teorías, sentimientos personales, más rico que el de cualquier otro período anterior; vivían por entonces, congregados en el mismo lugar, atrayéndose, repeliéndose y transformándose los unos a los otros, hombres de dotes muy diversas, más sorprendentes y más articulados que cualquier otra generación a partir del Renacimiento. Todos los años llegaban a París nuevos exiliados de los territorios del emperador y del zar. Las colonias polacas, húngaras, rusas, alemanas, prosperaban en una atmósfera de universal simpatía y admiración. Sus miembros constituían comunidades internacionales, escribían folletos, hablaban en asambleas, tomaban parte en conspiraciones, pero, sobre todo, hablaban y argumentaban incesantemente en casas privadas, en las calles, en los cafés, en banquetes públicos; prevalecía un sentimiento de exaltación y optimismo.

Los escritores revolucionarios y los políticos radicales estaban en el colmo de sus esperanzas y poder, pues sus ideales aún no habían sido muertos y las frases revolucionarias aún no estaban empañadas por el desastre de 1848. Una solidaridad internacional como aquélla por la causa de la libertad jamás se había dado antes en parte alguna: poetas y músicos, historiadores y teóricos sociales, sentían que no escribían para sí mismos o para un público particular, sino para la humanidad. En 1830 se había logrado una victoria sobre las fuerzas de la reacción y aquellos hombres continuaban viviendo de sus frutos; la sofocada conspiración blanquista de 1839 la habían ignorado la mayor parte de los románticos liberales, quienes la consideraban una oscura sedición; empero, no se trató de un estallido aislado, pues aquella bullente y nerviosa actividad artística tenía lugar contra un telón de fondo de turbulento progreso financiero e industrial acompañado de una implacable corrupción en medio de la que enormes fortunas se hacían súbitamente y se perdían de la noche a la mañana en bancarrotas colosales. Un gobierno de realistas desilusionados estaba controlado por la nueva clase dominante de grandes financieros y magnates ferroviarios, de grandes industriales que se movían en un laberinto de intrigas y sobornos en el que oscuros especuladores y sórdidos aventureros dirigían el destino económico de Francia. Los frecuentes tumultos de obreros industriales en el sur indican un estado de desasosiego turbulento debido tanto a la conducta inescrupulosa de ciertos patronos como a la revolución industrial, que estaba transformando al país más rápida y brutalmente, aunque en escala mucho más pequeña, que a Inglaterra. El agudo descontento social, junto con el reconocimiento universal de la debilidad y deshonestidad del gobierno, eran otros factores que aumentaban la sensación general de crisis y transición, la cual todo lo hacía aparecer alcanzable a una persona suficientemente dotada, inescrupulosa y enérgica; tal atmósfera alimentaba la imaginación y producía oportunistas pictóricos y ambiciosos del tipo que hallamos en las páginas de Balzac y en la novela inconclusa de Stendhal Luden Leuwen; por otro lado, la relajación de la censura y la tolerancia de que daba pruebas la monarquía de julio permitieron la aguda y violenta forma del periodismo político, que a veces se elevaba a una noble elocuencia y que, en una época en que las palabras impresas tenían mayor poder para desplazarse, estimulaba el intelecto y las pasiones y recargó aún más aquella atmósfera eléctrica.

Isaíah Berlin 

No hay comentarios:

Publicar un comentario