Los alemanes habían dado forma a esa soberbia sacrilega personal de su caudillo. Estaban a punto de penetrar en su expresión plena: la máxima apuesta de la historia de la nación, lograr el dominio completo del continente europeo. Tendrían que aceptar las consecuencias. El tamaño de la propia apuesta era indicio de una voluntad implícita de cortejar la autodestrucción. Unos cuantos individuos clarividentes consideraron probable que una soberbia sacrílega de una escala tal conjurase su propia Némesis.
Némesis es en la mitología griega la diosa de la retribución, que aplica el castigo de los dioses por la locura humana de la arrogancia desmesurada, la soberbia sacrilega, la hubris. El adagio de que «el orgullo precede a la caída» es reflejo de algo que suele suceder. La historia nos proporciona ejemplos abundantes entre los encumbrados y poderosos, aunque ese juicio de Némesis tienda a ser un juicio más político que moral. A la ascensión meteórica de dirigentes, políticos o favoritos que dominan la corte ha seguido con mucha frecuencia una arrogancia del poder que precipita una caída en desgracia igual de rápida. Aflige, normalmente, a un individuo que, lo mismo que una estrella fugaz, destella en lo alto y se esfuma luego rápidamente en la insignificancia, dejando el firmamento básicamente intacto.
La hubris del individuo refleja muy de cuando en cuando en la historia fuerzas más profundas de la sociedad y propicia una retribución de más largo alcance. Napoleón, que se eleva desde unos orígenes humildes en medio de trastornos revolucionarios, que se hace con el poder del estado francés, que pone él mismo sobre su cabeza la corona imperial, que conquista la mayor parte de Europa y que acaba en la derrota y el exilio con su imperio reemplazado, desmantelado y desacreditado, proporciona un ejemplo elocuente. Sin embargo; Napoleón no destruyó Francia. Y hay aspectos importantes de su legado que se mantuvieron intactos. Una estructura administrativa nacional, un sistema educativo y un código legal constituyen tres restos positivos y significativos. Por otra parte, no hay ningún oprobio moral vinculado a Napoleón. A los franceses modernos les puede inspirar, y les inspira a menudo, orgullo y admiración».
El legado de Hitler fue completamente distinto. Ese legado, único en los tiempos modernos (tal vez Atila el huno y Gengis Khan brinden paralelos en el pasado lejano), fue un legado de absoluta destrucción. Ni en los restos arquitectónicos ni en la creación artística ni en las estructuras políticas ni en los modelos económicos y menos aún en la talla moral hubo nada del Reich de Hitler que recomendar a las futuras generaciones. Se produjeron, sin duda, grandes mejoras en la motorización, la aviación y la tecnología en general… impulsadas en parte por la guerra. Pero eso se estaba produciendo en todos los países capitalistas, y sobre todo en los Estados Unidos, y es seguro que se habría producido también en Alemania sin Hitler. Y lo más significativo es que Hitler, a diferencia de Napoleón, dejó tras él un inmenso trauma moral, un trauma de tales dimensiones que es imposible, incluso décadas después de su muerte (si prescindimos de un residuo de apoyo marginal), volver la vista hacia el dictador alemán y su régimen con aprobación o admiración… en realidad sin sentir otra cosa que aversión y condena.
Hasta en los casos de Lenin, Stalin, Mao, Mussolini y Franco el nivel de condena no es tan unánime o moralmente tan abrumador. Hitler, cuando comprendió que la guerra estaba irrevocablemente perdida, buscó su lugar en la historia, en lo más alto del panteón de los héroes germánicos. En vez de eso, se mantiene sólo como el personaje odioso quintaesencial del siglo xx. Se ha asegurado sin duda un lugar en la historia… pero de un modo que él no había previsto: como la encarnación de la maldad política moderna.
Ian Kershaw
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