El crecimiento económico de Europa entre 1500 y 1850, por ejemplo, incluyendo en él la revolución industrial, lo habíamos integrado en nuestra visión de la historia como un paso adelante en el camino del progreso. Pero cuando de las cifras de producción pasábamos a la consideración de la suerte de los seres humanos, la imagen se transformaba en otra de retroceso. Durante muchos años nos habíamos basado en indicios diversos para analizar la evolución de los niveles de vida en la época de la industrialización, hasta que la historia antropométrica, que estudia la evolución de la estatura humana a lo largo del tiempo, un dato estrechamente relacionado con los niveles de vida, nos ha revelado que desde comienzos del siglo XVI a fines del XVIII, hubo un claro retroceso en las zonas más avanzadas de Europa, incluidas Inglaterra y Holanda, lo que muestra que «hubo una relación inversa entre desarrollo y nivel de vida», y que «amplios sectores de la población de Europa no sacaron provecho del progreso económico que se estaba realizando». Un proceso que la industrialización prolongó en la Europa desarrollada por lo menos hasta mediados del siglo XIX. Esta situación no cambió porque los gobiernos o las clases dominantes se ilustrasen y decidiesen hacer una política más generosa en materia de reparto de los beneficios del progreso tecnológico, sino como consecuencia de más de un siglo de luchas sociales protagonizadas por los trabajadores: de huelgas, protestas y revueltas que obligaron a pactos y concesiones, con el objeto de evitar que el orden social fuese subvertido por intentos revolucionarios como el de la Commune de París. Los terrores que habían engendrado estas revueltas fueron los que impulsaron a las clases propietarias, mediando el arbitraje de los gobiernos, a negociar mejoras con los trabajadores. De hecho, la mayoría de los avances sociales logrados en los siglos XIX y XX, desde la limitación de la jornada de trabajo o el salario mínimo hasta el sistema de pensiones, unos avances de los que no solo se beneficiaron los trabajadores sino el conjunto de la sociedad, se debieron a esta lucha: sin la fuerza negociadora de los sindicatos, nunca hubiera habido «estado del bienestar».
Josep Fontana
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