martes, 12 de abril de 2022

 Cuando a principios de su carrera Pericles escudriñó la escena política, notó el fenómeno siguiente: cada figura política ateniense creía ser racional y tener metas realistas y planes para cumplirlas. Todos favorecían a sus facciones políticas e intentaban incrementar su poder. Conducían a sus ejércitos en la batalla y a menudo salían airosos. Se empeñaban en expandir el imperio y recaudar más dinero. Cuando de pronto sus maniobras políticas resultaban contraproducentes, o las guerras salían mal, tenían magníficas razones para explicar lo sucedido. Siempre podían culpar a la oposición o, de ser necesario, a los dioses. No obstante, si todos ellos eran tan racionales, ¿por qué sus políticas derivaban en caos y destrucción? ¿Por qué Atenas era un desastre y la democracia tan frágil? ¿Por qué había tanta corrupción y turbulencia? La respuesta era simple: aquellos ciudadanos no eran racionales en absoluto, sólo astutos y egoístas. Lo que guiaba sus decisiones eran sus bajas emociones: el ansia de poder, atención y dinero. Y para estos propósitos podían ser muy tácticos e ingeniosos, pero ninguna de sus maniobras llevaba a algo duradero o que sirviera a los intereses generales de la democracia.

Robert Green

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