Un mundo sin pobreza, ésa podría ser la utopía más antigua. Sin embargo, quien se tome este sueño en serio inevitablemente deberá afrontar varias preguntas difíciles. ¿Por qué los pobres son más propensos a cometer delitos? ¿Por qué son más propensos a padecer obesidad? ¿Por qué consumen más alcohol y drogas? En resumen, ¿por qué los pobres toman tantas decisiones desacertadas? ¿Demasiado duro? Tal vez, pero repasemos las estadísticas: los pobres piden más préstamos, ahorran menos, fuman más, hacen menos ejercicio, beben más y comen menos sano. Si se ofrece un curso sobre cómo gestionar el dinero, los pobres son los últimos en inscribirse. Cuando responden a las ofertas de trabajo, los pobres suelen escribir las peores solicitudes y presentarse a las entrevistas con la indumentaria menos profesional. En una ocasión, la primera ministra británica Margaret Thatcher calificó la pobreza como «defecto de personalidad». 100 Aunque muy pocos políticos llegarían a ese extremo, la creencia de que la solución reside en el individuo no es una excepción. Desde Australia hasta Inglaterra y desde Suecia hasta Estados Unidos está muy arraigada la noción de que la pobreza es un problema que la gente tiene que superar por su cuenta. Por supuesto, los gobiernos pueden dar empujoncitos en la dirección correcta mediante incentivos: con políticas de sensibilización, con sanciones y, sobre todo, con educación. De hecho, si hay un remedio que se considera infalible en la lucha contra la pobreza es un diploma de grado medio o, mejor aún, un título universitario. Pero ¿ahí acaba todo? ¿Y si los pobres realmente no fueran capaces de ayudarse a sí mismos? ¿Y si todos los incentivos, toda la información y educación cayeran en saco roto? ¿Y si todos esos empujoncitos bien intencionados no hicieran más que empeorar la situación?
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